Vivo con un
espectro o con un fantasma o con un espíritu o como quiera que deba llamarse a
esta presencia paranormal que me acosa noche tras noche y que ha decidido
utilizarme como instrumento para salir de ese limbo de la nada en el que se ha
quedado apresado. No es que piense que estemos rodeados de almas en pena que se
han quedado atrapadas en el mundo de los vivos a la espera de sentencia, como
si la justicia divina sufriera idénticos retrasos que la terrenal. No, no es eso.
Pero sé que a lo largo de la historia se han dado numerosos casos parecidos al
mío. Lo sé porque desde muy pequeño me han apasionado los temas relacionados
con la parapsicología y he leído sobre docenas de sucesos de manifestaciones de
personas fallecidas en las que no se ha encontrado ninguna explicación
racional. Y ahora que tengo pruebas, no solo de su existencia sino de lo que
quiere de mí, espero poder satisfacer sus deseos y liberarme, por fin, de su
testarudo apego.
Todo empezó
cuando Blanca, mi mujer, se encaprichó de una antigua casa de dos plantas que acababan
de reformar y que estaba en venta. Por entonces vivíamos en un piso pequeño que
sus padres habían comprado como forma de invertir los ahorros conseguidos,
sisándole a la vida hasta el más nimio de los caprichos. Como era hija única
decidieron ponerlo a su nombre. Era un piso antiguo que pedía a gritos una mano
de modernidad, pues estaba amueblado con enseres adquiridos en tiendas de
liquidación a precio de saldo. Y aunque Blanca, una entusiasta de la
decoración, había logrado darle un buen lavado de cara, siempre había deseado
comprar una nueva vivienda en la que dejar la impronta de su estilo personal.
Decía que en aquel piso, por mucho que intentase cambiarlo, se veía encorsetada
por el tamaño minúsculo de unas habitaciones que parecían celdas de un convento
abigarradas de muebles y adornos comprados al por mayor. A ella le gustaban los
espacios amplios, los techos altos y la decoración justa que le dieran una
sensación de no estar atrapada entre cuatro paredes. Por eso, en cuanto vio que
aquella vieja casona se vendía, preguntó en la inmobiliaria el precio y empezó
a echar cuentas. Para cuando me comentó su deseo de comprarla ya había ido un
par de veces a verla y había hablado con un asesor bancario que conocía de la
infancia para tantear las posibilidades de que nos concedieran un crédito. Al
igual que si fuese un experto economista, me presentó un balance de cuentas en
el que había desglosado con todo tipo de detalles lo que nos supondría, una vez
vendido el piso de sus padres, la cuota mensual de la hipoteca.
No tuve
muchas opciones. Blanca ha sido siempre muy convincente y en cuestiones de
hogar era la que mandaba. Y aunque lo que pedía era algo muy distinto a los
pequeños caprichos o necesidades domésticas que de vez en cuando demandaba para
el piso, su insistencia, unida a que a mí tampoco me parecía mal, acabó por
convencerme.
Unos minutos antes de cerrar la tienda, Nuria cogió el
móvil y apretó el interruptor de encendido. Al instante, una foto suya con su
marido, Ernesto, apareció en la pantalla. Era un “selfie” que el propio Ernesto
había realizado en su último cumpleaños. Aunque a ella no le gustaban nada
aquellas instantáneas de cerca, porque las distancias cortas exhibían sin ningún
tipo de piedad las arrugas de la edad, aquel detalle era una forma de mostrar
al mundo en el que ambos se desenvolvían una apariencia de felicidad. Buscó el
icono del WhatsApp y le envió un mensaje
recordándole que llegaría tarde porque tenía que hacer el reportaje y que en la
nevera encontraría algo para comer. Ni tan siquiera se molestó en esperar una
respuesta. Estaba segura de que Ernesto, un bendito a quien nunca se le
ocurriría pensar que su mujer le engañaba, respondería con un escueto ok.
Durante los
primeros meses nada me hizo pensar que Blanca y yo no estuviéramos solos,
porque aquellas primeras formas de manifestarse fueron excesivamente sutiles
para advertirlas. Puertas o ventanas que se abrían sin ninguna explicación,
luces que aparecían encendidas, pequeños objetos decorativos que se caían al
suelo o ruidos en la madera del parqué eran fáciles de atribuir a corrientes de
aire o a la dilatación por efectos de calor o a simples olvidos. Sin embargo,
todo cambió un día que bajé al sótano. Allí me percaté de que en medio de un revoltijo de
enseres y objetos inservibles había un retrato de un hombre fumando en pipa. Aquella
instantánea, que supuse sería la foto de algún antiguo habitante de la casa,
estaba sin una mota de polvo, como si acabase de ser lustrada. En un principio
pensé que había sido mi mujer quien la habría limpiado. Pero pronto deseché la
idea. Blanca detestaba bajar al sótano. Lo intentó cuando el de la inmobiliaria
nos enseñó la vivienda, pero al ver que bajo la mortecina luz de aquella
bombilla tísica, lo único que se veía era un montón de trastos viejos
enfundados en una capa de polvo y decorados con más telarañas que en una fiesta
de Halloween, decidió desestimar la invitación. Era el único habitáculo de la
casa que no estaba reformado y cuando el día que entramos a vivir en ella comentó
que lo que haría sería mantenerlo cerrado, yo no puse el menor reparo en
cumplir sus órdenes. Pero con el paso del tiempo pensé que no sería mala idea
sacar de allí todo lo que había dentro y adecentarlo un poco. Así que no fue
extraño que aquel retrato, indemne al discurrir de los años, llamase mi
atención. Mi sorpresa aumentó cuando al inspeccionarlo detenidamente vi que en
su parte posterior había escrito la palabra “Ayúdame” envuelta en un doble
signo de exclamación. Aunque en un principio no le di más importancia a aquella
supuesta petición de amparo, la primera sospecha de que mi casa pudiera estar
habitada por un espíritu apareció noches más tarde, cuando un ruido de una
puerta me despertó. Ante el incesante golpeteo no me quedó más remedio que
levantarme. Para evitar despertar a Blanca, no di ninguna luz hasta no
encontrarme en la planta baja. Una vez allí, me dejé guiar por el sonido. No
tardé en darme cuenta de que la puerta del sótano se había quedado abierta. Al
acercarme a cerrarla noté una repentina sensación de frío seguida de un intenso
olor a tabaco de pipa. Fue precisamente ese olor lo que me trajo a la memoria lo
que había leído en los artículos que daban testimonio de alguna presencia
paranormal. Por lo visto, la mayoría de apariciones de estos fenómenos venía
precedida de áreas frías que no tenían ninguna razón física para su existencia
y de olores relacionados con la persona que intentaba manifestarse. Y aunque la
pérdida de calor era fácilmente achacable a la baja temperatura del sótano, el
olor a tabaco me hizo pensar en la foto del retrato y en la posibilidad de que,
de alguna manera, el espíritu del personaje de la pipa estuviera pululando por
la casa. Así que, intrigado por aquel presentimiento, decidí bajar a investigar.
Una vez dentro, permanecí unos segundos inmóvil en uno de los peldaños de la
escalera. Oteando aquel acopio de enseres inútiles, pensé que aquel lugar bien
pudiera ser el refugio idóneo de algún alma en pena escondido allí, cual
Fantasma de la Ópera esperando a su Christine. Desde aquella pequeña atalaya
que suponía la escalera, no tardé en darme cuenta de que el retrato, que yo
estaba seguro de haber dejado encima de una silla, se encontraba tirado en el
suelo. Entonces, como si temiera que aquel objeto inerte fuese repentinamente a
cobrar vida, me acerqué hasta él y lo cogí con cuidado. Estaba cabeza arriba y
cuando miré en el reverso de aquella fotografía descubrí que había un SOS escrito
con letras mayúsculas. Durante unos instantes me quedé observando aquellas tres
letras y pensé en la posibilidad de que ya estuvieran escritas la primera vez
que vi el retrato y no me hubiera dado cuenta. Pero cuanto más lo miraba, más
me convencía de que no era posible. Aquella nueva inscripción estaba justo
debajo de la primitiva petición de ayuda y por fuerza tenía que haberla visto.
Convencido de que alguien intentaba ponerse en contacto conmigo, salí del
sótano con rapidez y cerré la puerta precipitadamente. El ruido de la huida
despertó a Blanca. Aunque intenté disimular mi azoramiento, no debí hacerlo muy
bien porque nada más verme entrar me preguntó que qué había pasado y no me
quedó más remedio que contarle lo ocurrido.
Persuadir a
Blanca de que en nuestro sótano había señales más que evidentes de una
presencia paranormal fue misión imposible. De nada sirvió que le enseñara el
retrato o le contara lo de las luces y los ruidos y tampoco quiso escucharme
cuando le hablé de los numerosos fenómenos Poltergeist que se habían dado en
viviendas encantadas en las que no se había podido demostrar fraude alguno. Su
respuesta fue la misma que la de una madre que acaba de pillar a su hijo
adolescente con una cajetilla de tabaco: me confiscó el retrato con la disculpa
de que me conocía y que sabía que aquella foto acabaría por crearme adicción.
Además, me prohibió bajar al sótano.
¡Qué distinto era ese aviso al de la primera vez!
Aquella primera vez en la que, acabada la jornada laboral, se dejó llevar por
un arrebato de pasión y accedió a encerrarse con su jefe en el estudio. Se
sintió entonces tan nerviosa, enviando aquel mensaje lleno de embustes que
justificaba su demora, que tuvo miedo de que su desasosiego quedara reflejado
en la pantalla. Luego, en las citas posteriores, más de una vez estuvo a punto
de abortar aquellos encuentros, no tanto por el arrepentimiento de última hora,
ni por el hecho de saber que estaba engañando a su marido, sino por el temor a
ser descubierta. Si algo no podría soportar sería la mirada de Ernesto al
saberse traicionado. Él no se lo merecía. Siempre tan atento, tan bueno con
ella y, sobre todo, tan seguro de que los dos formaban parte de un todo
inseparable. Pero ahora eran tantas las veces en las que había incumplido la promesa que hizo cuando
se casaron, que aquel acto reiterado de infidelidad se había convertido en pura
rutina. Por eso, una vez que envió el recordatorio, mecánicamente hizo lo mismo
que hacía siempre a la hora de cerrar: echó un vistazo a su alrededor para
asegurarse de que todo quedaba recogido, apagó las luces y conecto la alarma.
Aunque en
los días siguientes cumplí a rajatabla las órdenes de mi mujer, no pudo impedir
que estuviera obsesionado con el tema. Por eso, una tarde, al regresar del
trabajo, decidí pasar por el despacho de Julián, un antiguo novio de Blanca que
trabajaba como investigador privado. Aunque ella, la primera vez que nos vimos,
me lo presentó como "mi ex", por el brillo de sus ojos cuando estaba
ante su presencia siempre sospeché que en la trastienda de aquella mirada
guardaba algún rescoldo del pasado. Julián no era de esos a los que yo hubiese
escogido para formar parte de la cuadrilla de amigos. Tenía la manía de hablar
sin parar y de tratarme como si fuésemos íntimos de toda la vida. Aunque en los
años que llevábamos casados no le habíamos visto más que en media docena de
veces, siempre se las arreglaba para convencernos para tomar algo y hablar con
mi mujer del pasado. Mientras estaban saliendo juntos, Blanca había trabajado
como secretaria suya. Atendía a los clientes, cogía las llamadas y cosas así,
pero al romper dejó el trabajo y Julián decidió no contratar a nadie. Desde
entonces se había convertido en una persona solitaria que buscaba en aquellos
encuentros un poco de conversación. A mí, aquellas charlas me resultaban
insoportables porque me sentía totalmente ignorado y, a pesar del enfado que
después tenía Blanca, no era capaz de disimular el hastío que me producían
aquellos encuentros.
Así que no
fue extraño que se sorprendiera cuando me presenté de improviso en su despacho.
Por la expresión de su rostro estaba claro que debía ser la última persona a
quien esperaba ver. Le entró un tartamudeo nervioso al responder a mi saludo y
solo pareció volver a ser el Julián que yo conocía cuando le dije que el motivo
de mi visita era buscar información sobre un antiguo morador de mi casa. Como
no quería revelarle el verdadero interés por aquella investigación, le conté
que era cosa de Blanca. Le expliqué que se
había aficionado a la decoración y que había encontrado un retrato en el sótano
que quería restaurar. Para ello le vendría muy bien conocer la historia de
aquel misterioso personaje y darle así al marco un toque de la época. De paso
le pedí que si algún día se encontraba con ella, no le dijera nada del encargo,
pues quería que pensase que había sido yo quien había realizado la
investigación.
Una
detallada descripción de la foto en cuestión y la dirección de la casa le
valieron para que considerara esa información como datos más que suficientes
para lo que él consideró como un caso sencillo.
Julián no
me decepcionó. Cuando a los dos días volví de nuevo a su despacho, ya me estaba
esperando. La sonrisa impostada con la que me recibió me certificó que había
conseguido lo que le encargué. Y aunque
pensé que me entregaría una carpeta en la que aparecería un detallado informe
escrito sobre la vida y milagros del causante de mis inquietudes, no fue así.
Por lo visto, él no era uno de esos modernos investigadores que pierden el
tiempo frente a un ordenador dejando constancia impresa de sus pesquisas.
Julián era, sobre todo, un hombre práctico y directo. Me saludó con un apretón
de manos y una indicación para que me sentara. En cuanto tomé asiento, sin más
preámbulos, sacó una pequeña libreta del bolsillo de su americana, arrancó una
de sus hojas y la puso encima de la mesa. “Santiago Olmeda Sedano”, comentó a
la vez que yo leía ese mismo nombre escrito en aquel ridículo papel.
En los primeros instantes del camino se sintió
insegura. Aunque, cuando su jefe le propuso trasladar aquellas citas
clandestinas a un hotel, la idea le pareció buena, ahora, al verse fuera del
refugio impenetrable que suponía la trastienda, se encontró desprotegida. Solo
se tranquilizó cuando pensó en el lugar elegido para el encuentro. Y es que no
hubiera soportado que el precio a pagar por su infidelidad a Ernesto fuese la
cutre habitación de una pensión. Odiaba la frialdad de aquellos cuartos en los
que colgaban cuadros comprados en tiendas de todo a un euro como forma de dar
un poco de vida a sus paredes. Pero, sobre todo, detestaba aquellas camas de
colchones hundidos por el centro que le hacían pensar en la cantidad de parejas
que habrían utilizado aquel mismo lecho para sus desfogues extraconyugales.
Además, aquel hotel era el ideal para pasar desapercibida. Todos los fines de
semana se celebraban en sus salones bodas, aniversarios o cualquier tipo de
reunión social en la que era normal contratar a un fotógrafo para dejar
constancia del evento. Por eso, la ocurrencia de su jefe de llevar una cámara
de fotos colgada al cuello, era la coartada perfecta por si se encontraba con
algún conocido. A eso había que añadir que habían decidido ir por separado.
Mientras
vivió, y de eso hacía ya casi un siglo, Santiago Olmeda dedicó su vida a mancillar
el honor de muchas mujeres casadas. Decían que sus ojos azules y pelo rubio,
unido al pico de oro que Dios le había dado para engatusar a las damas, eran
temidos por todos los maridos de la ciudad. Vivía de la fortuna que heredó de
sus padres y que dilapidaba en fiestas y regalos que generosamente hacía a
aquellas que sucumbían a sus encantos. Aunque nunca se supo con seguridad, la
gente comentaba que más de uno de los niños que nacieron por aquella época
podría tener como padre biológico al tal Olmeda. Y es posible que alguno de
esos padres, ante el poco parecido físico que su vástago tenía de él y aquellos
ojos claros y pelo rubio de la criatura, se preguntara si el fruto del vientre
de su mujer no fuese en realidad un hijo de aquel seductor. El caso fue que, de
un día para otro, aquel atractivo Casanova desapareció de la ciudad sin dejar
rastro y ese acontecimiento trajo consigo las habladurías de la gente sobre el
motivo de aquella repentina ausencia. Hubo quien aseguró que, ante las amenazas
de algún consorte que se había enterado de los escarceos de su mujer con
él, decidió huir para siempre lejos de
allí. Pero también circulaba el rumor de que de las amenazas habían pasado a
los hechos y que le habían asesinado y habían puesto tierra sobre el cadáver
para evitar sospechas. Como nadie denunció la desaparición, no se investigó el
asunto. Con el paso de los años, unos parientes suyos aparecieron por la ciudad
y, tras arreglar un montón de papeles y sacar otros tantos certificados, se hicieron
con la casa, la reformaron y la pusieron en venta. La casualidad quiso que
nosotros fuéramos los primeros moradores de aquella vivienda tras la
desaparición de su anterior dueño.
A medida
que Julián iba narrándome la historia de aquel hombre empecé a encontrar
sentido a todo lo que estaba ocurriéndome. Por muy increíble que resultase mi
sospecha, la forma de vida y posterior desaparición de Santiago Olmeda cuadraba
a la perfección con la posibilidad de que aquel hombre estuviera aún penando en
aquel sótano. Normalmente, los espíritus de las personas que quedan atrapadas
en este mundo son las de aquellos que han sufrido una muerte violenta o que necesitan solventar algún asunto no
resuelto para poder descansar en paz. Y en el antiguo morador de mi casa
parecían darse ambas circunstancias. Además, aquel nombre me hizo caer en la
cuenta de un error. Las letras SOS no eran, como yo supuse, el acrónimo de una
reiterada petición de ayuda, sino las iniciales del nombre y apellidos del tal
Santiago Olmeda Sedano.
En el
camino de vuelta a casa estuve tentado de contarle a Blanca lo que me había
relatado Julián, pero enseguida desestimé la idea. No creí que le hiciera mucha
gracia el que se enterara de que no había olvidado el tema y mucho menos que
hubiera recurrido a su ex. Además, estaba seguro de que no lograría convencerla
de la existencia de fantasmas ni aunque de repente apareciera ante ella una
sábana andante arrastrando una cadena y una bola de hierro. Así que decidí que
era mejor que no se enterara de nada de lo ocurrido. Pero una vez que era
conocedor de la verdadera historia de quien yo consideraba el culpable de mis
desvelos, necesitaba volver al sótano y no sabía qué disculpa ponerle a Blanca.
Cuando Nuria atravesó el largo pasillo que daba acceso
a las habitaciones, lo hizo sabiendo que estarían esperándola. Al llegar a la
puerta la golpeó suavemente con sus nudillos, haciendo sonar un ritmo
previamente pactado. A los pocos segundos observó cómo se entreabría solo lo
justo para que su cuerpo pudiera entrar sin que se viese desde el exterior
quién se encontraba dentro. Antes de tener tiempo para dejar la cámara y el
bolso, sintió cómo unos brazos la atrapaban por la cintura. Sabía entonces
Nuria que ya no podría resistirse, que aunque unas horas más tarde, cuando
viese a Ernesto, el recuerdo de lo que había ocurrido en aquel hotel le sacase
las hieles del remordimiento, ya no podría volverse atrás.
Para mi
sorpresa, fue la propia Blanca quien, al día siguiente me dijo que no vendría
mal que adecentase un poco el sótano. No le pregunté a qué se debía aquel
repentino cambio de opinión, pero, aquella misma tarde, al volver del trabajo, me
presenté en casa con el kit completo de pintor de brocha gorda. Con la disculpa
de que debía dejar las bolsas en donde no estorbaran, me dirigí directamente al
sótano. Al bajar las escaleras lo hice con cierto recelo. Temía que el espíritu
de Olmeda me hubiera preparado algún tipo de castigo por haber hecho caso omiso
de su petición de ayuda. Además, tampoco tenía claro qué forma de contacto
utilizaría esta vez, porque Blanca se había quedado con el retrato y yo ni
sabía dónde lo había metido, ni me atreví a preguntárselo por miedo a que
sospechara de mis ocultas intenciones.
Tras un
exhaustivo registro no encontré ni la menor señal de Santiago Olmeda. Aquel
fracaso debiera haberme hecho pensar en que a lo mejor Blanca tenía razón y
todo aquello no era sino fruto de una paranoia mía. Pero a aquellas alturas yo
ya estaba convencido de su existencia y sabía que tarde o temprano encontraría
la manera de comunicarse conmigo. Para ello, solo debía estar atento a sus
señales.
No me hizo falta esperar mucho. Esa misma
noche volvieron los golpes. Como si estuviera formando parte de una mala
réplica de la película “El día de la marmota”, me levanté de la cama con el
mismo sigilo de la vez anterior y bajé a la planta baja. Al ver que había una
luz encendida lo primero que pensé fue que detrás de aquel despilfarro de energía
estaba el fantasma de Santiago Olmeda. Mis sospechas incrementaron cuando me di
cuenta de que la puerta del sótano estaba abierta. Al acercarme percibí un
fuerte olor a tabaco de pipa. Ante aquellas pistas tan evidentes de una
manifestación paranormal, decidí entrar y registrar hasta el último rincón del
sótano. No había hecho más que bajar los
peldaños de la escalera cuando me percaté de que encima del cubo de pintura, que
había dejado allí unas horas antes, había un libro. Me acerqué y lo cogí
convencido de que en él tenía que aparecer alguna pista de Santiago Olmeda. Y
la había. Lo que yo suponía que era un libro, era en realidad una especie de
diario de hojas amarillentas en sus bordes en el que solo estaba escrita la
primera página. Leer aquel “el despacho del estudio ya no es un lugar seguro
para Nuria y para ti” hizo que diera un respingo. Instintivamente dirigí la
mirada hacia la puerta del sótano. Aunque sabía que Blanca estaría dormida, en
ese instante temí más encontrarme con ella que con la figura etérea del mismísimo
Santiago Olmeda levitando en medio del sótano. Porque aquel mensaje dejaba al
descubierto mi secreto más celosamente guardado. Desde hacía tiempo engañaba a
Blanca. Yo era dueño de un estudio de fotografía y como el negocio funcionaba
bien y los encargos se multiplicaban, decidí contratar a Nuria como empleada. A
Blanca, aunque no me dijo nada, no le debió gustar mucho la idea de tener una
mujer tan atractiva a mi lado. Creo que temía que me dedicara a tontear con
ella. No le faltaron razones. Nuria, además de ese atractivo que tanto le inquietaba
a mi mujer, tenía un encanto especial del que era difícil sustraerse. Y aunque
ella también estaba casada, eso no fue impedimento para darnos cuenta de que
tantas horas juntos en tan reducido espacio, irremediablemente darían en algo
más que un tonteo. La trastienda del estudio, que hacía las veces de despacho y
que estaba oculta a la vista del público, fue el lugar elegido, los sábados
después de echar el cierre, para dar rienda suelta a tanto frenesí.
Cuando me
recuperé de la impresión que me causó aquel comunicado, cogí el diario y lo
escondí en un rincón del sótano por si a Blanca le daba por bajar a él. Después,
subí al salón y me quedé el resto de la noche en el sofá dando vueltas a lo
ocurrido. Por más que buscaba una explicación racional a aquella advertencia,
no la encontraba. Blanca podía estar con la mosca detrás de la oreja, pero era
imposible que supiera algo, porque el estudio estaba cerrado y a través del
cristal del escaparate no se podía ver lo que ocurría en la trastienda. Por
otra parte, la idea de que pudiera haber otra persona que me conociera y que
supiera qué es lo que allí acontecía no tenía lógica alguna. Así que únicamente
me quedaba la opción de la existencia de un ser capaz de atravesar paredes o de
leer el pensamiento. Y aunque me daba grima el pensar que pudiera haber alguien
que, mientras yo estaba con Nuria, nos observaba como si de un mirón pervertido
se tratase, no tenía tiempo para lamentaciones. Al día siguiente era sábado y
hacer caso omiso a aquella advertencia era toda una temeridad.
Nada más entró en casa, Nuria oyó el ruido de fondo de
la televisión. Sin tan siquiera asomarse al salón para ver a Ernesto lanzó un
“ya estoy aquí” y sin esperar respuesta finiquitó el saludo diciendo que se iba
a dar una ducha rápida. Una vez dentro
del baño se quitó la ropa y dejó que el agua cayera con fuerza sobre su cuerpo,
como si aquel acto de higiene personal sirviera para desaguar por las tuberías
todo rastro de olor corporal ajeno. Tras aquel acto de purificación se envolvió
en una toalla y se dirigió a la habitación para vestirse. No había atravesado
el umbral del cuarto cuando el corazón le dio un vuelco. Una montaña de ropa
acumulada sobre la cama y las puertas del armario abiertas de par en par le
hicieron pensar que alguien había asaltado su casa.
Sin poder evitarlo lanzó un grito y corrió hacia el
salón. Por un instante se imaginó a Ernesto maniatado y amordazado en el sofá
esperando a que ella llegase en su auxilio. Pero en el salón, a pesar de que la
televisión estaba puesta, no había nadie. Buscó con desesperación por toda la
casa mientras oía cómo las voces de llamada a su marido rebotaban contra las
paredes sin encontrar respuesta. Cuando estuvo segura de que estaba sola,
intentó tranquilizarse y pensar con más calma. Fue entonces cuando tomó
conciencia de que en aquel rebujo de ropa no había ninguna prenda de Ernesto.
Eso hizo que pensara en un nuevo motivo para semejante desorden. Cuando se fijó
en el altillo del armario y vio que faltaba una de las maletas, no tuvo ninguna
duda: Ernesto se había ido precipitadamente.
Cuando
llegué a casa, Blanca no estaba. Sobre la mesa del salón había una nota con un
escueto “Adiós” escrito en letras grandes y con trazos fuertes y desiguales,
propios de quien ha realizado el apunte con prisas o con rabia. No entendí a
qué venía aquella lacónica expresión de despedida hasta que levanté el folio en
donde estaba escrito y descubrí una foto en la que aparecíamos Nuria y yo. Era
una instantánea desenfocada, sin ningún valor artístico, pero lo suficientemente
clara para ver cómo los dos, enmarcados por las cortinas de una ventana, nos
besábamos en uno de esos besos eternos que a buen seguro eran dignos de
aparecer en la cartelera de un anuncio de una película romántica. Fue verla y notar que las piernas se me
volvían de chicle. Pese a ello, aún me quedaron fuerzas para subir a la
habitación y certificar que aquel aviso era cierto. Aunque siempre pensé que
Blanca necesitaría un camión de la mudanza para el traslado de sus
pertenencias, había sido capaz de hacerlo en tan solo un par de maletas.
No supe
nada de ella hasta varios días más tarde, cuando la casualidad quiso que
hallase el retrato de Santiago Olmeda. Entonces, observando aquel “¡Ayúdame!” rubricado
por las tres iniciales de su nombre que aún permanecían en su reverso, me di
cuenta de un detalle que se me había pasado desapercibido. La grafía de aquel
mensaje en nada se parecía a la letra que recordaba haber visto en el diario.
Intrigado por aquel descubrimiento bajé al sótano con el retrato en la mano y
comparé los escritos. Viendo los dos avisos no hacía falta ser un experimentado
grafólogo para saber que no estaban hechos por la misma mano. Y fue mientras
analizaba ambos textos cuando me percaté de que la letra del diario me
resultaba conocida. Entonces, de repente, una terrible sospecha me vino a la
mente. Como si me acabaran de anunciar que en unos segundos un misil caería
sobre el sótano, salí de él a la carrera y no paré hasta llegar al dormitorio.
Una vez allí, abrí el armario y empecé a rebuscar desesperadamente entre mis
chaquetas. Tuve suerte. A la primera encontré la hoja de la libreta en donde
Julián había escrito el nombre de Santiago Olmeda Sedano y que yo, no sé por
qué, había guardado en uno de los bolsillos. Cuando me di cuenta de que la
grafía de aquel nombre tenía los mismos rasgos que la del mensaje del diario,
lancé una sonora exclamación que dejaba bien a las claras la poca honorabilidad
de la madre Julián. Después, busqué en las páginas amarillas la sección de
detectives privados y llamé al número del despacho del ex de mi mujer. Mientras
escuchaba los timbrazos de la llamada, mi mente iba haciéndose una idea del vil
engaño en el que había caído. Cuando descolgaron, ya sabía que sería la voz de
Blanca la que oiría al otro lado del teléfono. Unos minutos de conversación con
ella me sirvieron para dar respuesta a todas mis dudas. Blanca presentía que
tenía algo con Nuria y mandó a Julián que me investigara. Lo único que pudo
sacar era que todos los sábados nos encerrábamos durante un buen rato en la
trastienda y que no había forma de conseguir pruebas de lo que ocurría dentro. Pero
cuando Julián le contó a mi mujer que yo le había mandado investigar sobre la
identidad de aquel retrato, vieron en aquella paranoia mía la forma de comprobar
sus sospechas.
Fue a él a
quien se le ocurrió la idea de hacer de fantasma y entrar por la noche en el
sótano para dejar el diario con aquella nota de advertencia. Estaba seguro de
que si había algo entre Nuria y yo, aquel aviso haría que, o bien abortara los
planes, o bien los cambiara. Tenían la esperanza de que optase por lo último y
de esa forma cometiese algún error que me delatara. Y para llevar a cabo el
plan únicamente necesitó que Blanca le facilitara una llave de la casa y le
dijera lo de las luces que se encendían solas, los golpes de las puertas y el olor
a tabaco de pipa. Lo de conseguir la foto fue más difícil, pero le bastó con
seguirme aquella mañana del sábado y dejar una buena propina al recepcionista
del hotel para que le diera la habitación cuya ventana quedaba frente a la mía.
Ahora Blanca
no piensa volver. Además del puesto de secretaria que le ha vuelto a ofrecer Julián,
ha aceptado el lado izquierdo de su cama. No quiere tener conmigo más relación
que la que venga a través de su abogado. Con las fotos en la mano está
convencida de que conseguirá un buen divorcio. Por eso me aconsejó que fuese
buscándome otro lugar en donde vivir, porque su abogado le ha asegurado que no
tendrá ningún problema para quedarse con la casa, ya que, al fin y al cabo,
gran parte de lo que costó, se pagó con el dinero de la venta del piso que le
dejaron sus padres. Yo, ante aquellas confidencias revestidas de amenaza, tan
solo atiné a dejar caer un “lo siento” con la esperanza de que con aquellas palabras
pudiera sacar de ella unas raspaduras de perdón. Pero no fue posible. A Blanca
lo único que le había dolido de mi infidelidad era el hecho de no tener pruebas
de ello. Por eso, cuando por fin obtuvo las fotos que demostraban mi
culpabilidad, no tuvo ningún reparo en confesarme que llevaba viéndose a
escondidas con Julián desde antes de que yo conociera a Nuria.
Nuria ocupa desde hace unos minutos la mesa de la
cafetería que está junto al ventanal. Desde allí puede verse la avenida y el
paso de peatones por donde debe aparecer Ernesto. No ha sido casual el escoger
aquel lugar. Allí fue donde él le entregó el anillo de compromiso y ha querido
que aquella elección juegue a su favor. Desde que se fue de casa, su marido no
había contestado a sus llamadas de teléfono, ni había leído los numerosos
mensajes que le había enviado. Por eso se le ocurrió la idea de abordarle a la
entrada de su trabajo para poder hablar con él. Fueron solo unos instantes y Ernesto
se mostró distante, como si aquellos tres días de ausencia se hubieran
convertido en tres años. Pero al menos, las palabras de súplica que
atropelladamente pudo decirle, le convencieron para que esa misma tarde
quedaran y hablasen de lo ocurrido. Y ahora, cuando faltan cinco minutos para
la hora acordada, aún no tiene claro cómo iniciar la conversación. Le gustaría
conocer cómo se siente. Eso sería de gran ayuda para saber por dónde empezar.
Pero no las tiene todas consigo. Es consciente de que lo que ha pasado es
difícil de perdonar y teme que aquella cita pueda ser la última de su vida en
común con él. Ha intentado prepararse para ello y sabe que si eso ocurre lo
pasará mal. Aunque lo entiende. Claro que lo entiende. De hecho, todo el mundo
entendería que si uno recibe unas fotos de su mujer besándose con otro, es muy
difícil perdonar.
Quien
tampoco quiso volver conmigo fue Nuria. Aunque se lo propuse, no ha aceptado.
Prefirió arrodillarse ante su marido que acabó perdonándola. Ahora es feliz. Al
menos eso me dijo el día en que vino a pedir una carta de recomendación porque
dejaba el trabajo. Yo, al contrario que ella, no lo soy. Desde que Blanca se
fue me paso las noches en vela. Cada vez son más frecuentes los ruidos de las
puertas que se abren y cierran y ahora se encienden solas casi todas las luces
de la casa. Además, esa presencia extraña que antes permanecía encerrada en el
sótano, ya no se conforma con vivir en él. Se ha adueñado de la planta baja y,
a veces, siento que sube al primer piso y atraviesa el umbral de la puerta de
mi habitación. Lo sé porque un olor a tabaco de pipa invade el dormitorio y, al
instante, una corriente gélida se apodera de la templanza de estas noches de
primavera. Y estoy seguro de que es Santiago Olmeda. Es él el que se ha vuelto
a poner en contacto conmigo a través de su retrato. La grafía del nuevo escrito
es idéntica a la del primer mensaje. Además, lo ha hecho justo la noche en que,
harto ya de no poder aguantar más, escribí en ese mismo retrato un “¿Qué
quieres?” envuelto en una doble interrogación. Y aquel “Ayúdame a destruir una
pareja surgida de una infidelidad” con el que me ha contestado, es, sin duda, su
forma de explicarme cuál es la penitencia que debe cumplir para librarse de las
cadenas que le tienen atado al mundo de los vivos. Lo que no sé es qué puedo
hacer yo para ayudarle, porque esta va a ser la última noche que esté en esta
casa. He recibido una carta del abogado de Blanca comunicándome que su
representada tenía intención de volver dentro de un par de días y que no desea
verme en ella. A mí no me importa trasladarme y hasta me da igual que a partir
de mañana Julián ocupe el lado derecho de mi cama. Lo que me preocupa es lograr
que el espíritu de Santiago Olmeda pueda satisfacer su deseo. Porque temo que si
no lo consigo decida irse conmigo al apartamento que he alquilado y su
testaruda presencia acabe por volverme más loco de lo que ya creo estar. Por
eso, esta misma noche, antes de irme a dormir, voy a escribir, en el poco
espacio que queda en el retrato, los nombres de Blanca y Julián. Confío en que
lea mi mensaje y que sea capaz de deducir que tras esos nombres se esconde una
pareja surgida de una infidelidad.