lunes, 3 de octubre de 2016

PRIMER PREMIO: "EL ESPÍRITU DE SANTIAGO OLMEDA" DE VICENTE FERNÁNDEZ SAIZ

Vivo con un espectro o con un fantasma o con un espíritu o como quiera que deba llamarse a esta presencia paranormal que me acosa noche tras noche y que ha decidido utilizarme como instrumento para salir de ese limbo de la nada en el que se ha quedado apresado. No es que piense que estemos rodeados de almas en pena que se han quedado atrapadas en el mundo de los vivos a la espera de sentencia, como si la justicia divina sufriera idénticos retrasos que la terrenal. No, no es eso. Pero sé que a lo largo de la historia se han dado numerosos casos parecidos al mío. Lo sé porque desde muy pequeño me han apasionado los temas relacionados con la parapsicología y he leído sobre docenas de sucesos de manifestaciones de personas fallecidas en las que no se ha encontrado ninguna explicación racional. Y ahora que tengo pruebas, no solo de su existencia sino de lo que quiere de mí, espero poder satisfacer sus deseos y liberarme, por fin, de su testarudo apego.
Todo empezó cuando Blanca, mi mujer, se encaprichó de una antigua casa de dos plantas que acababan de reformar y que estaba en venta. Por entonces vivíamos en un piso pequeño que sus padres habían comprado como forma de invertir los ahorros conseguidos, sisándole a la vida hasta el más nimio de los caprichos. Como era hija única decidieron ponerlo a su nombre. Era un piso antiguo que pedía a gritos una mano de modernidad, pues estaba amueblado con enseres adquiridos en tiendas de liquidación a precio de saldo. Y aunque Blanca, una entusiasta de la decoración, había logrado darle un buen lavado de cara, siempre había deseado comprar una nueva vivienda en la que dejar la impronta de su estilo personal. Decía que en aquel piso, por mucho que intentase cambiarlo, se veía encorsetada por el tamaño minúsculo de unas habitaciones que parecían celdas de un convento abigarradas de muebles y adornos comprados al por mayor. A ella le gustaban los espacios amplios, los techos altos y la decoración justa que le dieran una sensación de no estar atrapada entre cuatro paredes. Por eso, en cuanto vio que aquella vieja casona se vendía, preguntó en la inmobiliaria el precio y empezó a echar cuentas. Para cuando me comentó su deseo de comprarla ya había ido un par de veces a verla y había hablado con un asesor bancario que conocía de la infancia para tantear las posibilidades de que nos concedieran un crédito. Al igual que si fuese un experto economista, me presentó un balance de cuentas en el que había desglosado con todo tipo de detalles lo que nos supondría, una vez vendido el piso de sus padres, la cuota mensual de la hipoteca.
No tuve muchas opciones. Blanca ha sido siempre muy convincente y en cuestiones de hogar era la que mandaba. Y aunque lo que pedía era algo muy distinto a los pequeños caprichos o necesidades domésticas que de vez en cuando demandaba para el piso, su insistencia, unida a que a mí tampoco me parecía mal, acabó por convencerme.

Unos minutos antes de cerrar la tienda, Nuria cogió el móvil y apretó el interruptor de encendido. Al instante, una foto suya con su marido, Ernesto, apareció en la pantalla. Era un “selfie” que el propio Ernesto había realizado en su último cumpleaños. Aunque a ella no le gustaban nada aquellas instantáneas de cerca, porque las distancias cortas exhibían sin ningún tipo de piedad las arrugas de la edad, aquel detalle era una forma de mostrar al mundo en el que ambos se desenvolvían una apariencia de felicidad. Buscó el icono del  WhatsApp y le envió un mensaje recordándole que llegaría tarde porque tenía que hacer el reportaje y que en la nevera encontraría algo para comer. Ni tan siquiera se molestó en esperar una respuesta. Estaba segura de que Ernesto, un bendito a quien nunca se le ocurriría pensar que su mujer le engañaba, respondería con un escueto ok.

Durante los primeros meses nada me hizo pensar que Blanca y yo no estuviéramos solos, porque aquellas primeras formas de manifestarse fueron excesivamente sutiles para advertirlas. Puertas o ventanas que se abrían sin ninguna explicación, luces que aparecían encendidas, pequeños objetos decorativos que se caían al suelo o ruidos en la madera del parqué eran fáciles de atribuir a corrientes de aire o a la dilatación por efectos de calor o a simples olvidos. Sin embargo, todo cambió un día que bajé al sótano. Allí  me percaté de que en medio de un revoltijo de enseres y objetos inservibles había un retrato de un hombre fumando en pipa. Aquella instantánea, que supuse sería la foto de algún antiguo habitante de la casa, estaba sin una mota de polvo, como si acabase de ser lustrada. En un principio pensé que había sido mi mujer quien la habría limpiado. Pero pronto deseché la idea. Blanca detestaba bajar al sótano. Lo intentó cuando el de la inmobiliaria nos enseñó la vivienda, pero al ver que bajo la mortecina luz de aquella bombilla tísica, lo único que se veía era un montón de trastos viejos enfundados en una capa de polvo y decorados con más telarañas que en una fiesta de Halloween, decidió desestimar la invitación. Era el único habitáculo de la casa que no estaba reformado y cuando el día que entramos a vivir en ella comentó que lo que haría sería mantenerlo cerrado, yo no puse el menor reparo en cumplir sus órdenes. Pero con el paso del tiempo pensé que no sería mala idea sacar de allí todo lo que había dentro y adecentarlo un poco. Así que no fue extraño que aquel retrato, indemne al discurrir de los años, llamase mi atención. Mi sorpresa aumentó cuando al inspeccionarlo detenidamente vi que en su parte posterior había escrito la palabra “Ayúdame” envuelta en un doble signo de exclamación. Aunque en un principio no le di más importancia a aquella supuesta petición de amparo, la primera sospecha de que mi casa pudiera estar habitada por un espíritu apareció noches más tarde, cuando un ruido de una puerta me despertó. Ante el incesante golpeteo no me quedó más remedio que levantarme. Para evitar despertar a Blanca, no di ninguna luz hasta no encontrarme en la planta baja. Una vez allí, me dejé guiar por el sonido. No tardé en darme cuenta de que la puerta del sótano se había quedado abierta. Al acercarme a cerrarla noté una repentina sensación de frío seguida de un intenso olor a tabaco de pipa. Fue precisamente ese olor lo que me trajo a la memoria lo que había leído en los artículos que daban testimonio de alguna presencia paranormal. Por lo visto, la mayoría de apariciones de estos fenómenos venía precedida de áreas frías que no tenían ninguna razón física para su existencia y de olores relacionados con la persona que intentaba manifestarse. Y aunque la pérdida de calor era fácilmente achacable a la baja temperatura del sótano, el olor a tabaco me hizo pensar en la foto del retrato y en la posibilidad de que, de alguna manera, el espíritu del personaje de la pipa estuviera pululando por la casa. Así que, intrigado por aquel presentimiento, decidí bajar a investigar. Una vez dentro, permanecí unos segundos inmóvil en uno de los peldaños de la escalera. Oteando aquel acopio de enseres inútiles, pensé que aquel lugar bien pudiera ser el refugio idóneo de algún alma en pena escondido allí, cual Fantasma de la Ópera esperando a su Christine. Desde aquella pequeña atalaya que suponía la escalera, no tardé en darme cuenta de que el retrato, que yo estaba seguro de haber dejado encima de una silla, se encontraba tirado en el suelo. Entonces, como si temiera que aquel objeto inerte fuese repentinamente a cobrar vida, me acerqué hasta él y lo cogí con cuidado. Estaba cabeza arriba y cuando miré en el reverso de aquella fotografía descubrí que había un SOS escrito con letras mayúsculas. Durante unos instantes me quedé observando aquellas tres letras y pensé en la posibilidad de que ya estuvieran escritas la primera vez que vi el retrato y no me hubiera dado cuenta. Pero cuanto más lo miraba, más me convencía de que no era posible. Aquella nueva inscripción estaba justo debajo de la primitiva petición de ayuda y por fuerza tenía que haberla visto. Convencido de que alguien intentaba ponerse en contacto conmigo, salí del sótano con rapidez y cerré la puerta precipitadamente. El ruido de la huida despertó a Blanca. Aunque intenté disimular mi azoramiento, no debí hacerlo muy bien porque nada más verme entrar me preguntó que qué había pasado y no me quedó más remedio que contarle lo ocurrido.
Persuadir a Blanca de que en nuestro sótano había señales más que evidentes de una presencia paranormal fue misión imposible. De nada sirvió que le enseñara el retrato o le contara lo de las luces y los ruidos y tampoco quiso escucharme cuando le hablé de los numerosos fenómenos Poltergeist que se habían dado en viviendas encantadas en las que no se había podido demostrar fraude alguno. Su respuesta fue la misma que la de una madre que acaba de pillar a su hijo adolescente con una cajetilla de tabaco: me confiscó el retrato con la disculpa de que me conocía y que sabía que aquella foto acabaría por crearme adicción. Además, me prohibió bajar al sótano.

¡Qué distinto era ese aviso al de la primera vez! Aquella primera vez en la que, acabada la jornada laboral, se dejó llevar por un arrebato de pasión y accedió a encerrarse con su jefe en el estudio. Se sintió entonces tan nerviosa, enviando aquel mensaje lleno de embustes que justificaba su demora, que tuvo miedo de que su desasosiego quedara reflejado en la pantalla. Luego, en las citas posteriores, más de una vez estuvo a punto de abortar aquellos encuentros, no tanto por el arrepentimiento de última hora, ni por el hecho de saber que estaba engañando a su marido, sino por el temor a ser descubierta. Si algo no podría soportar sería la mirada de Ernesto al saberse traicionado. Él no se lo merecía. Siempre tan atento, tan bueno con ella y, sobre todo, tan seguro de que los dos formaban parte de un todo inseparable. Pero ahora eran tantas las veces en las que  había incumplido la promesa que hizo cuando se casaron, que aquel acto reiterado de infidelidad se había convertido en pura rutina. Por eso, una vez que envió el recordatorio, mecánicamente hizo lo mismo que hacía siempre a la hora de cerrar: echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo quedaba recogido, apagó las luces y conecto la alarma.

Aunque en los días siguientes cumplí a rajatabla las órdenes de mi mujer, no pudo impedir que estuviera obsesionado con el tema. Por eso, una tarde, al regresar del trabajo, decidí pasar por el despacho de Julián, un antiguo novio de Blanca que trabajaba como investigador privado. Aunque ella, la primera vez que nos vimos, me lo presentó como "mi ex", por el brillo de sus ojos cuando estaba ante su presencia siempre sospeché que en la trastienda de aquella mirada guardaba algún rescoldo del pasado. Julián no era de esos a los que yo hubiese escogido para formar parte de la cuadrilla de amigos. Tenía la manía de hablar sin parar y de tratarme como si fuésemos íntimos de toda la vida. Aunque en los años que llevábamos casados no le habíamos visto más que en media docena de veces, siempre se las arreglaba para convencernos para tomar algo y hablar con mi mujer del pasado. Mientras estaban saliendo juntos, Blanca había trabajado como secretaria suya. Atendía a los clientes, cogía las llamadas y cosas así, pero al romper dejó el trabajo y Julián decidió no contratar a nadie. Desde entonces se había convertido en una persona solitaria que buscaba en aquellos encuentros un poco de conversación. A mí, aquellas charlas me resultaban insoportables porque me sentía totalmente ignorado y, a pesar del enfado que después tenía Blanca, no era capaz de disimular el hastío que me producían aquellos encuentros.  
Así que no fue extraño que se sorprendiera cuando me presenté de improviso en su despacho. Por la expresión de su rostro estaba claro que debía ser la última persona a quien esperaba ver. Le entró un tartamudeo nervioso al responder a mi saludo y solo pareció volver a ser el Julián que yo conocía cuando le dije que el motivo de mi visita era buscar información sobre un antiguo morador de mi casa. Como no quería revelarle el verdadero interés por aquella investigación, le conté que era cosa de Blanca.  Le expliqué que se había aficionado a la decoración y que había encontrado un retrato en el sótano que quería restaurar. Para ello le vendría muy bien conocer la historia de aquel misterioso personaje y darle así al marco un toque de la época. De paso le pedí que si algún día se encontraba con ella, no le dijera nada del encargo, pues quería que pensase que había sido yo quien había realizado la investigación.
Una detallada descripción de la foto en cuestión y la dirección de la casa le valieron para que considerara esa información como datos más que suficientes para lo que él consideró como un caso sencillo.
Julián no me decepcionó. Cuando a los dos días volví de nuevo a su despacho, ya me estaba esperando. La sonrisa impostada con la que me recibió me certificó que había conseguido lo que le encargué.  Y aunque pensé que me entregaría una carpeta en la que aparecería un detallado informe escrito sobre la vida y milagros del causante de mis inquietudes, no fue así. Por lo visto, él no era uno de esos modernos investigadores que pierden el tiempo frente a un ordenador dejando constancia impresa de sus pesquisas. Julián era, sobre todo, un hombre práctico y directo. Me saludó con un apretón de manos y una indicación para que me sentara. En cuanto tomé asiento, sin más preámbulos, sacó una pequeña libreta del bolsillo de su americana, arrancó una de sus hojas y la puso encima de la mesa. “Santiago Olmeda Sedano”, comentó a la vez que yo leía ese mismo nombre escrito en aquel ridículo papel.

En los primeros instantes del camino se sintió insegura. Aunque, cuando su jefe le propuso trasladar aquellas citas clandestinas a un hotel, la idea le pareció buena, ahora, al verse fuera del refugio impenetrable que suponía la trastienda, se encontró desprotegida. Solo se tranquilizó cuando pensó en el lugar elegido para el encuentro. Y es que no hubiera soportado que el precio a pagar por su infidelidad a Ernesto fuese la cutre habitación de una pensión. Odiaba la frialdad de aquellos cuartos en los que colgaban cuadros comprados en tiendas de todo a un euro como forma de dar un poco de vida a sus paredes. Pero, sobre todo, detestaba aquellas camas de colchones hundidos por el centro que le hacían pensar en la cantidad de parejas que habrían utilizado aquel mismo lecho para sus desfogues extraconyugales. Además, aquel hotel era el ideal para pasar desapercibida. Todos los fines de semana se celebraban en sus salones bodas, aniversarios o cualquier tipo de reunión social en la que era normal contratar a un fotógrafo para dejar constancia del evento. Por eso, la ocurrencia de su jefe de llevar una cámara de fotos colgada al cuello, era la coartada perfecta por si se encontraba con algún conocido. A eso había que añadir que habían decidido ir por separado.

Mientras vivió, y de eso hacía ya casi un siglo, Santiago Olmeda dedicó su vida a mancillar el honor de muchas mujeres casadas. Decían que sus ojos azules y pelo rubio, unido al pico de oro que Dios le había dado para engatusar a las damas, eran temidos por todos los maridos de la ciudad. Vivía de la fortuna que heredó de sus padres y que dilapidaba en fiestas y regalos que generosamente hacía a aquellas que sucumbían a sus encantos. Aunque nunca se supo con seguridad, la gente comentaba que más de uno de los niños que nacieron por aquella época podría tener como padre biológico al tal Olmeda. Y es posible que alguno de esos padres, ante el poco parecido físico que su vástago tenía de él y aquellos ojos claros y pelo rubio de la criatura, se preguntara si el fruto del vientre de su mujer no fuese en realidad un hijo de aquel seductor. El caso fue que, de un día para otro, aquel atractivo Casanova desapareció de la ciudad sin dejar rastro y ese acontecimiento trajo consigo las habladurías de la gente sobre el motivo de aquella repentina ausencia. Hubo quien aseguró que, ante las amenazas de algún consorte que se había enterado de los escarceos de su mujer con él,  decidió huir para siempre lejos de allí. Pero también circulaba el rumor de que de las amenazas habían pasado a los hechos y que le habían asesinado y habían puesto tierra sobre el cadáver para evitar sospechas. Como nadie denunció la desaparición, no se investigó el asunto. Con el paso de los años, unos parientes suyos aparecieron por la ciudad y, tras arreglar un montón de papeles y sacar otros tantos certificados, se hicieron con la casa, la reformaron y la pusieron en venta. La casualidad quiso que nosotros fuéramos los primeros moradores de aquella vivienda tras la desaparición de su anterior dueño.
A medida que Julián iba narrándome la historia de aquel hombre empecé a encontrar sentido a todo lo que estaba ocurriéndome. Por muy increíble que resultase mi sospecha, la forma de vida y posterior desaparición de Santiago Olmeda cuadraba a la perfección con la posibilidad de que aquel hombre estuviera aún penando en aquel sótano. Normalmente, los espíritus de las personas que quedan atrapadas en este mundo son las de aquellos que han sufrido una muerte violenta o  que necesitan solventar algún asunto no resuelto para poder descansar en paz. Y en el antiguo morador de mi casa parecían darse ambas circunstancias. Además, aquel nombre me hizo caer en la cuenta de un error. Las letras SOS no eran, como yo supuse, el acrónimo de una reiterada petición de ayuda, sino las iniciales del nombre y apellidos del tal Santiago Olmeda Sedano.
En el camino de vuelta a casa estuve tentado de contarle a Blanca lo que me había relatado Julián, pero enseguida desestimé la idea. No creí que le hiciera mucha gracia el que se enterara de que no había olvidado el tema y mucho menos que hubiera recurrido a su ex. Además, estaba seguro de que no lograría convencerla de la existencia de fantasmas ni aunque de repente apareciera ante ella una sábana andante arrastrando una cadena y una bola de hierro. Así que decidí que era mejor que no se enterara de nada de lo ocurrido. Pero una vez que era conocedor de la verdadera historia de quien yo consideraba el culpable de mis desvelos, necesitaba volver al sótano y no sabía qué disculpa ponerle a Blanca.

Cuando Nuria atravesó el largo pasillo que daba acceso a las habitaciones, lo hizo sabiendo que estarían esperándola. Al llegar a la puerta la golpeó suavemente con sus nudillos, haciendo sonar un ritmo previamente pactado. A los pocos segundos observó cómo se entreabría solo lo justo para que su cuerpo pudiera entrar sin que se viese desde el exterior quién se encontraba dentro. Antes de tener tiempo para dejar la cámara y el bolso, sintió cómo unos brazos la atrapaban por la cintura. Sabía entonces Nuria que ya no podría resistirse, que aunque unas horas más tarde, cuando viese a Ernesto, el recuerdo de lo que había ocurrido en aquel hotel le sacase las hieles del remordimiento, ya no podría volverse atrás.

Para mi sorpresa, fue la propia Blanca quien, al día siguiente me dijo que no vendría mal que adecentase un poco el sótano. No le pregunté a qué se debía aquel repentino cambio de opinión, pero, aquella misma tarde, al volver del trabajo, me presenté en casa con el kit completo de pintor de brocha gorda. Con la disculpa de que debía dejar las bolsas en donde no estorbaran, me dirigí directamente al sótano. Al bajar las escaleras lo hice con cierto recelo. Temía que el espíritu de Olmeda me hubiera preparado algún tipo de castigo por haber hecho caso omiso de su petición de ayuda. Además, tampoco tenía claro qué forma de contacto utilizaría esta vez, porque Blanca se había quedado con el retrato y yo ni sabía dónde lo había metido, ni me atreví a preguntárselo por miedo a que sospechara de mis ocultas intenciones.
Tras un exhaustivo registro no encontré ni la menor señal de Santiago Olmeda. Aquel fracaso debiera haberme hecho pensar en que a lo mejor Blanca tenía razón y todo aquello no era sino fruto de una paranoia mía. Pero a aquellas alturas yo ya estaba convencido de su existencia y sabía que tarde o temprano encontraría la manera de comunicarse conmigo. Para ello, solo debía estar atento a sus señales.
 No me hizo falta esperar mucho. Esa misma noche volvieron los golpes. Como si estuviera formando parte de una mala réplica de la película “El día de la marmota”, me levanté de la cama con el mismo sigilo de la vez anterior y bajé a la planta baja. Al ver que había una luz encendida lo primero que pensé fue que detrás de aquel despilfarro de energía estaba el fantasma de Santiago Olmeda. Mis sospechas incrementaron cuando me di cuenta de que la puerta del sótano estaba abierta. Al acercarme percibí un fuerte olor a tabaco de pipa. Ante aquellas pistas tan evidentes de una manifestación paranormal, decidí entrar y registrar hasta el último rincón del sótano. No había hecho  más que bajar los peldaños de la escalera cuando me percaté de que encima del cubo de pintura, que había dejado allí unas horas antes, había un libro. Me acerqué y lo cogí convencido de que en él tenía que aparecer alguna pista de Santiago Olmeda. Y la había. Lo que yo suponía que era un libro, era en realidad una especie de diario de hojas amarillentas en sus bordes en el que solo estaba escrita la primera página. Leer aquel “el despacho del estudio ya no es un lugar seguro para Nuria y para ti” hizo que diera un respingo. Instintivamente dirigí la mirada hacia la puerta del sótano. Aunque sabía que Blanca estaría dormida, en ese instante temí más encontrarme con ella que con la figura etérea del mismísimo Santiago Olmeda levitando en medio del sótano. Porque aquel mensaje dejaba al descubierto mi secreto más celosamente guardado. Desde hacía tiempo engañaba a Blanca. Yo era dueño de un estudio de fotografía y como el negocio funcionaba bien y los encargos se multiplicaban, decidí contratar a Nuria como empleada. A Blanca, aunque no me dijo nada, no le debió gustar mucho la idea de tener una mujer tan atractiva a mi lado. Creo que temía que me dedicara a tontear con ella. No le faltaron razones. Nuria, además de ese atractivo que tanto le inquietaba a mi mujer, tenía un encanto especial del que era difícil sustraerse. Y aunque ella también estaba casada, eso no fue impedimento para darnos cuenta de que tantas horas juntos en tan reducido espacio, irremediablemente darían en algo más que un tonteo. La trastienda del estudio, que hacía las veces de despacho y que estaba oculta a la vista del público, fue el lugar elegido, los sábados después de echar el cierre, para dar rienda suelta a tanto frenesí.
Cuando me recuperé de la impresión que me causó aquel comunicado, cogí el diario y lo escondí en un rincón del sótano por si a Blanca le daba por bajar a él. Después, subí al salón y me quedé el resto de la noche en el sofá dando vueltas a lo ocurrido. Por más que buscaba una explicación racional a aquella advertencia, no la encontraba. Blanca podía estar con la mosca detrás de la oreja, pero era imposible que supiera algo, porque el estudio estaba cerrado y a través del cristal del escaparate no se podía ver lo que ocurría en la trastienda. Por otra parte, la idea de que pudiera haber otra persona que me conociera y que supiera qué es lo que allí acontecía no tenía lógica alguna. Así que únicamente me quedaba la opción de la existencia de un ser capaz de atravesar paredes o de leer el pensamiento. Y aunque me daba grima el pensar que pudiera haber alguien que, mientras yo estaba con Nuria, nos observaba como si de un mirón pervertido se tratase, no tenía tiempo para lamentaciones. Al día siguiente era sábado y hacer caso omiso a aquella advertencia era toda una temeridad.

Nada más entró en casa, Nuria oyó el ruido de fondo de la televisión. Sin tan siquiera asomarse al salón para ver a Ernesto lanzó un “ya estoy aquí” y sin esperar respuesta finiquitó el saludo diciendo que se iba a dar una ducha rápida.  Una vez dentro del baño se quitó la ropa y dejó que el agua cayera con fuerza sobre su cuerpo, como si aquel acto de higiene personal sirviera para desaguar por las tuberías todo rastro de olor corporal ajeno. Tras aquel acto de purificación se envolvió en una toalla y se dirigió a la habitación para vestirse. No había atravesado el umbral del cuarto cuando el corazón le dio un vuelco. Una montaña de ropa acumulada sobre la cama y las puertas del armario abiertas de par en par le hicieron pensar que alguien había asaltado su casa.
Sin poder evitarlo lanzó un grito y corrió hacia el salón. Por un instante se imaginó a Ernesto maniatado y amordazado en el sofá esperando a que ella llegase en su auxilio. Pero en el salón, a pesar de que la televisión estaba puesta, no había nadie. Buscó con desesperación por toda la casa mientras oía cómo las voces de llamada a su marido rebotaban contra las paredes sin encontrar respuesta. Cuando estuvo segura de que estaba sola, intentó tranquilizarse y pensar con más calma. Fue entonces cuando tomó conciencia de que en aquel rebujo de ropa no había ninguna prenda de Ernesto. Eso hizo que pensara en un nuevo motivo para semejante desorden. Cuando se fijó en el altillo del armario y vio que faltaba una de las maletas, no tuvo ninguna duda: Ernesto se había ido precipitadamente.

Cuando llegué a casa, Blanca no estaba. Sobre la mesa del salón había una nota con un escueto “Adiós” escrito en letras grandes y con trazos fuertes y desiguales, propios de quien ha realizado el apunte con prisas o con rabia. No entendí a qué venía aquella lacónica expresión de despedida hasta que levanté el folio en donde estaba escrito y descubrí una foto en la que aparecíamos Nuria y yo. Era una instantánea desenfocada, sin ningún valor artístico, pero lo suficientemente clara para ver cómo los dos, enmarcados por las cortinas de una ventana, nos besábamos en uno de esos besos eternos que a buen seguro eran dignos de aparecer en la cartelera de un anuncio de una película romántica.  Fue verla y notar que las piernas se me volvían de chicle. Pese a ello, aún me quedaron fuerzas para subir a la habitación y certificar que aquel aviso era cierto. Aunque siempre pensé que Blanca necesitaría un camión de la mudanza para el traslado de sus pertenencias, había sido capaz de hacerlo en tan solo un par de maletas.
No supe nada de ella hasta varios días más tarde, cuando la casualidad quiso que hallase el retrato de Santiago Olmeda. Entonces, observando aquel “¡Ayúdame!” rubricado por las tres iniciales de su nombre que aún permanecían en su reverso, me di cuenta de un detalle que se me había pasado desapercibido. La grafía de aquel mensaje en nada se parecía a la letra que recordaba haber visto en el diario. Intrigado por aquel descubrimiento bajé al sótano con el retrato en la mano y comparé los escritos. Viendo los dos avisos no hacía falta ser un experimentado grafólogo para saber que no estaban hechos por la misma mano. Y fue mientras analizaba ambos textos cuando me percaté de que la letra del diario me resultaba conocida. Entonces, de repente, una terrible sospecha me vino a la mente. Como si me acabaran de anunciar que en unos segundos un misil caería sobre el sótano, salí de él a la carrera y no paré hasta llegar al dormitorio. Una vez allí, abrí el armario y empecé a rebuscar desesperadamente entre mis chaquetas. Tuve suerte. A la primera encontré la hoja de la libreta en donde Julián había escrito el nombre de Santiago Olmeda Sedano y que yo, no sé por qué, había guardado en uno de los bolsillos. Cuando me di cuenta de que la grafía de aquel nombre tenía los mismos rasgos que la del mensaje del diario, lancé una sonora exclamación que dejaba bien a las claras la poca honorabilidad de la madre Julián. Después, busqué en las páginas amarillas la sección de detectives privados y llamé al número del despacho del ex de mi mujer. Mientras escuchaba los timbrazos de la llamada, mi mente iba haciéndose una idea del vil engaño en el que había caído. Cuando descolgaron, ya sabía que sería la voz de Blanca la que oiría al otro lado del teléfono. Unos minutos de conversación con ella me sirvieron para dar respuesta a todas mis dudas. Blanca presentía que tenía algo con Nuria y mandó a Julián que me investigara. Lo único que pudo sacar era que todos los sábados nos encerrábamos durante un buen rato en la trastienda y que no había forma de conseguir pruebas de lo que ocurría dentro. Pero cuando Julián le contó a mi mujer que yo le había mandado investigar sobre la identidad de aquel retrato, vieron en aquella paranoia mía la forma de comprobar sus sospechas.   
Fue a él a quien se le ocurrió la idea de hacer de fantasma y entrar por la noche en el sótano para dejar el diario con aquella nota de advertencia. Estaba seguro de que si había algo entre Nuria y yo, aquel aviso haría que, o bien abortara los planes, o bien los cambiara. Tenían la esperanza de que optase por lo último y de esa forma cometiese algún error que me delatara. Y para llevar a cabo el plan únicamente necesitó que Blanca le facilitara una llave de la casa y le dijera lo de las luces que se encendían solas, los golpes de las puertas y el olor a tabaco de pipa. Lo de conseguir la foto fue más difícil, pero le bastó con seguirme aquella mañana del sábado y dejar una buena propina al recepcionista del hotel para que le diera la habitación cuya ventana quedaba frente a la mía.
Ahora Blanca no piensa volver. Además del puesto de secretaria que le ha vuelto a ofrecer Julián, ha aceptado el lado izquierdo de su cama. No quiere tener conmigo más relación que la que venga a través de su abogado. Con las fotos en la mano está convencida de que conseguirá un buen divorcio. Por eso me aconsejó que fuese buscándome otro lugar en donde vivir, porque su abogado le ha asegurado que no tendrá ningún problema para quedarse con la casa, ya que, al fin y al cabo, gran parte de lo que costó, se pagó con el dinero de la venta del piso que le dejaron sus padres. Yo, ante aquellas confidencias revestidas de amenaza, tan solo atiné a dejar caer un “lo siento” con la esperanza de que con aquellas palabras pudiera sacar de ella unas raspaduras de perdón. Pero no fue posible. A Blanca lo único que le había dolido de mi infidelidad era el hecho de no tener pruebas de ello. Por eso, cuando por fin obtuvo las fotos que demostraban mi culpabilidad, no tuvo ningún reparo en confesarme que llevaba viéndose a escondidas con Julián desde antes de que yo conociera a Nuria.

Nuria ocupa desde hace unos minutos la mesa de la cafetería que está junto al ventanal. Desde allí puede verse la avenida y el paso de peatones por donde debe aparecer Ernesto. No ha sido casual el escoger aquel lugar. Allí fue donde él le entregó el anillo de compromiso y ha querido que aquella elección juegue a su favor. Desde que se fue de casa, su marido no había contestado a sus llamadas de teléfono, ni había leído los numerosos mensajes que le había enviado. Por eso se le ocurrió la idea de abordarle a la entrada de su trabajo para poder hablar con él. Fueron solo unos instantes y Ernesto se mostró distante, como si aquellos tres días de ausencia se hubieran convertido en tres años. Pero al menos, las palabras de súplica que atropelladamente pudo decirle, le convencieron para que esa misma tarde quedaran y hablasen de lo ocurrido. Y ahora, cuando faltan cinco minutos para la hora acordada, aún no tiene claro cómo iniciar la conversación. Le gustaría conocer cómo se siente. Eso sería de gran ayuda para saber por dónde empezar. Pero no las tiene todas consigo. Es consciente de que lo que ha pasado es difícil de perdonar y teme que aquella cita pueda ser la última de su vida en común con él. Ha intentado prepararse para ello y sabe que si eso ocurre lo pasará mal. Aunque lo entiende. Claro que lo entiende. De hecho, todo el mundo entendería que si uno recibe unas fotos de su mujer besándose con otro, es muy difícil perdonar.

Quien tampoco quiso volver conmigo fue Nuria. Aunque se lo propuse, no ha aceptado. Prefirió arrodillarse ante su marido que acabó perdonándola. Ahora es feliz. Al menos eso me dijo el día en que vino a pedir una carta de recomendación porque dejaba el trabajo. Yo, al contrario que ella, no lo soy. Desde que Blanca se fue me paso las noches en vela. Cada vez son más frecuentes los ruidos de las puertas que se abren y cierran y ahora se encienden solas casi todas las luces de la casa. Además, esa presencia extraña que antes permanecía encerrada en el sótano, ya no se conforma con vivir en él. Se ha adueñado de la planta baja y, a veces, siento que sube al primer piso y atraviesa el umbral de la puerta de mi habitación. Lo sé porque un olor a tabaco de pipa invade el dormitorio y, al instante, una corriente gélida se apodera de la templanza de estas noches de primavera. Y estoy seguro de que es Santiago Olmeda. Es él el que se ha vuelto a poner en contacto conmigo a través de su retrato. La grafía del nuevo escrito es idéntica a la del primer mensaje. Además, lo ha hecho justo la noche en que, harto ya de no poder aguantar más, escribí en ese mismo retrato un “¿Qué quieres?” envuelto en una doble interrogación. Y aquel “Ayúdame a destruir una pareja surgida de una infidelidad” con el que me ha contestado, es, sin duda, su forma de explicarme cuál es la penitencia que debe cumplir para librarse de las cadenas que le tienen atado al mundo de los vivos. Lo que no sé es qué puedo hacer yo para ayudarle, porque esta va a ser la última noche que esté en esta casa. He recibido una carta del abogado de Blanca comunicándome que su representada tenía intención de volver dentro de un par de días y que no desea verme en ella. A mí no me importa trasladarme y hasta me da igual que a partir de mañana Julián ocupe el lado derecho de mi cama. Lo que me preocupa es lograr que el espíritu de Santiago Olmeda pueda satisfacer su deseo. Porque temo que si no lo consigo decida irse conmigo al apartamento que he alquilado y su testaruda presencia acabe por volverme más loco de lo que ya creo estar. Por eso, esta misma noche, antes de irme a dormir, voy a escribir, en el poco espacio que queda en el retrato, los nombres de Blanca y Julián. Confío en que lea mi mensaje y que sea capaz de deducir que tras esos nombres se esconde una pareja surgida de una infidelidad.


SEGUNDO PREMIO: "MOSQUI" DE RAFAEL CODES FLORES

La oficina era apenas un pequeño cuarto con dos mesas y dos sillas de despacho y una cristalera en uno de sus laterales que daba al patio. Medrano, el jefe de módulo estaba apoltronado en una de las sillas. Frente a él, un periódico y un cafetito humeante en vaso de plástico. Su mirada parecía absorbida por el Marca y sus dedos recorrían la superficie rugosa del recipiente buscando el calor del café, como quien busca un calor humano.

—Anda, chaval, ¿por qué no te das una vuelta por dentro? —dijo en un leve movimiento de cabeza.

No tenía opción. A mis dieciocho años y siendo un miserable interino, estaba claro cuál de los dos funcionarios  que componíamos el turno se iba a comer el marrón de pasarse la mañana paseándose “por dentro”, es decir, por el módulo de la prisión que tendríamos a nuestro cargo durante aquellas ocho horas. Obediente, salí al corredor del módulo, sintiendo al  caminar el hedor de la prisión impregnarse en mi nariz. Porque las cárceles tienen su propio olor, extraña mezcla de lejía, humanidad, basura rancia y detergente barato. Mientras avanzaba,  esquivaba los corros que se apiñaban desordenadamente a ambos lados del pasillo. Los presos charlaban; hablaban de fútbol, de boxeo o de refundiciones de condena, sin dejar de hacerlo a mi paso, pero controlando mis movimientos por el rabillo del ojo: cuando se es el único funcionario entre ciento cincuenta reclusos, la sensación de estar perpetuamente observado por diez, cincuenta, cien ojos, es algo con lo que hay que aprender a convivir.

Llegué al patio. En ese momento un nuevo recluso salía también a él; el chico, un joven con gafitas y apariencia universitaria, miraba asustado. Se quedó por un momento de pie, desconociendo qué hacer, y al cabo se sentó solo en un rincón, sin que nadie se le acercase. Su cuerpo temblaba en pequeñas convulsiones: tenía un buen mono. En el lateral de la explanada unos cuantos presos paseaban a paso presidiario, en un rítmico y sincrónico ir y venir. En filas de a dos, a tres o a cuatro, al tiempo que charlaban, se dirigían a paso ligero hacia uno de los muros, para dar un giro brusco justo cuando el choque de toda la formación parecía inevitable. Comenzaba entonces de nuevo su rápido caminar hacia el muro opuesto. En el suelo aparecían figuras humanas sentadas, recostadas contra las paredes, inmóviles como animales que absorbieran los rayos de sol de la mañana. Un guardia civil aburrido observaba la escena desde su torreta lejana, cetme en bandolera. Me dirigí hacia el extremo opuesto del patio. Allí unos diez o doce presos  sentados formaban un corro. Se giraron todos de golpe y me miraron  con ojos culpables. “Deben de estar fumando porros” pensé para mí. “Si es que son como niños haciendo una trastada” concluí desde la superioridad que me daba el uniforme. Desvié entonces mis pasos. Quería evitar ver el cigarro trashumante de unos labios a otros, tener que quitárselo y verme obligado a dar parte, porque la droga, en su justa medida, es la espita por la que escapa la presión de la cárcel, una presión nacida de la angustia, el miedo, la ansiedad y la desesperanza de cientos de hombres, una presión que se concentra en el aire, como se condensa la niebla sobre una aldea de montaña, y lo acaba impregnando todo: aire, paredes, ropas, almas. Mientras caminaba en oblicuo, les miraba fijamente; comprendido mi mensaje, el círculo se deshizo.

—¿Qué, como lleva usted la mañana? —la voz del Mosqui me hizo recuperar mi visión cercana. El Mosqui era un chaval joven, con una melena lacia rubia partida en dos mitades que le tapaban los laterales de la cara. De entre el cabello sobresalía una nariz ganchuda y esta, unida a su cuello ligeramente inclinado hacia delante y a  su delgadez, le daban la apariencia de mosquito humano. Sus brazos colgones a ambos lados del cuerpo parecían ayudar a ello recreando unas alas y sus andares flotantes dibujaban el vuelo ondulante del insecto. No creo que hubiera nadie en la prisión que dudara de por qué al Mosqui le llamaban así.

—Bueno, tranquila por ahora —contesté insustancial—. Y esperemos que así siga. Y usted ¿Cómo lleva lo de su permiso? ¿Sabe algo ya?

Mi tono hacia él era amistoso, aunque siempre manteníamos el “usted” institucional entre presos y funcionarios. El Mosqui y yo charlábamos de vez en cuando y me contaba sus cosas: que si había pedido puesto para trabajar en el taller de la prisión, donde a cambio de montar arbolillos de navidad le pagarían algún dinero, que si tenía un hermano en Daroca —otra prisión que, según le contaba éste, era mucho más dura que la nuestra—, o que por fin había cumplido la cuarta parte de su condena y que ya podría solicitar un permiso de fin de semana. El Mosqui era un caco y de eso no se puede escapar: como todos los cacos, aceptaba que su tiempo en prisión era parte de su vida,  un entrar y salir cotidiano por el que ya pasó primero su padre, después su hermano, por fin, también él, pero el Mosqui tenía algo diferente al resto: su carácter era alegre y optimista y su mirada, franca. Sin embargo, sabía que se guardaba un secreto hacia mí: por otros presos conocíamos que estaba enamorado de una presa del módulo de mujeres, aunque nunca habláramos de ello.

—Este viernes pasa por Junta de Tratamiento, a ver si hay suerte y me conceden el permiso —contestó sonriente—. Tengo esperanza, porque no me han puesto ningún parte desde que entré…—el Mosqui miró al cielo  —un  trozo de cielo limpio y lleno de luz— y tragó saliva. Sin bajar la vista me habló con una expresión grave, ajena a él:

—¿Sabe? Este cielo es lo único que he visto en dos años que no es talego.
Traté de animarle, pero aunque mi actitud  era afectuosa, mientras hablaba con él hacía miradas furtivas al patio que me rodeaba: nunca perdí de vista que era un preso y yo un funcionario —carcelero es una expresión demasiado sombría—, y que, en realidad,  podía estar dándome charla deliberadamente para distraer mi atención.

Cuando al fin nos despedimos —“Que tenga buen servicio, don Rafael”—, mi ronda continuó por la sala de juegos. Un televisor elevado sobre una peana transmitía una carrera de motos frente a un grupo de reclusos arremolinados en sillas; los hombres vociferaban e insultaban al rival del español. Otros reclusos jugaban calladamente al dominó. Como era habitual, mi paso dejaba un reguero de miradas, despectivas algunas, indiferentes las más. Al salir del salón pasé junto a una papelera; medio escondida entre vasos de plástico usados y servilletas arrugadas adiviné una chuta: alguien había preferido perderlo a ser descubierto con ella en alguno de los cacheos que hacíamos de tanto en tanto. La cogí con extremo cuidado, envolviéndola en papel. El objeto era en sí mismo una obra de arte: una jeringuilla moldeada a fuego de mechero a partir del canuto de un boli BIC, con su émbolo y su punta fundida en una aguja hipodérmica. Dentro, los restos de su último uso. Con aquel tubillo preñado de coágulos en mi mano giré hacia el pasillo de vuelta hacia la oficina, ahora casi desierto. Por fin acababa mi turno y yo —yo sí— sería libre.

La mañana siguiente comenzó rutinaria. Los presos, puestos en fila frente a la ventana del office, esperaban su desayuno. La fila era larga y la ventana no se abría. Los internos encargados del reparto se retrasaban, como casi cada día. Por fin hubo un chirrido y tras la madera aparecieron cuatro presos, dos frente a un enorme cesto de galletas y otros dos armados  con cucharones frente a una olla industrial, humeante de café con leche. Abierta la ventana,  la masa de reclusos estalló en las quejas de siempre: “¡No hay derecho!”, “¡Que nos queréis matar de hambre, cabrones!”. Los encargados de cocina pidieron calma y comenzaron el reparto. Uno a uno, paquete de galletas y vaso en mano, los presos abandonaban la fila buscadores de una silla en las mesas corridas del comedor. No faltaría quien rezongase su descontento —“menuda mierda, esto no es comida para un hombre”—. Al pasar por mi lado el preso me miraría de reojo, sabedor de que por fuerza le habría oído.  El hombre —quien fuera aquel día— continuaría lento su camino, dejaría su café en el hueco de mesa que hubiera libre, se sentaría  y —justo antes de empezar a desayunar— me miraría con unos ojos llenos de rabia. No me altería. Sabía que no me miraba a mí, miraba a mi uniforme.

Terminado el desayuno, los presos comenzaron a repartirse por el módulo. Me obligué a salir al patio  y caminé hasta el centro de la explanada. Miré a mi alrededor, encontrándome una escena cotidiana. La masa de cacos  se desperdigaba nutrida de delgadeces cubiertas de tatuajes, chándals, camisetas sin mangas y cabellos apurados en las sienes, compensados con melenas generosas en la parte posterior de la cabeza. Se  movían delante de mí, a mis costados, a mi espalda. Entre ese enjambre humano que formaban los cacos eran reconocibles otras especies carcelarias, más minoritarias,  pero de personalidad interesante: falsificadores de guante blanco que paseaban el patio vestidos con corbata y americana azul marino cruzada como Gutiérrez,  vendedores de droga inteligentes como Varela, un tipo sano y deportista  que traficaba pero no consumía, atracadores de bancos con aspecto de Papa Noel como Casabán, que viéndose rodeado en la sucursal  por la guardia civil pidió que dejasen pasar a un cura para confesar su arrepentimiento por haber herido a un agente en el tiroteo previo o, por fin, homicidas —que no asesinos—como Gabarri, un hombre con fisonomía de gnomo que arrojó a su mujer y a su suegra —ignoro en qué orden— por el balcón de un primer piso, con el resultado imprevisible de que ambas fallecieron en el acto.

Otros habitantes del patio eran simplemente inclasificables, como el cajonero, que estaba a mitad camino entre asaltador de bancos y asesino psicópata —levaba ya siete muertos a sus  espaldas, cuatro de ellos de compañeros de banda con los que no llegó a un acuerdo en el reparto del botín—, o como Donald King, jamaicano de un negro petróleo, joven y fuerte guerrero mandinga convertido en presidiario, que era el único extranjero del módulo en aquellos años. En fin, existían, porque también los hay, cacos dotados de una inteligencia natural y de una sensatez apabullante. Tuve ocasión de conocer a uno de ellos: Quevedo. Cumplía condena por dar muerte al policía municipal que le sorprendió descerrajando la persiana metálica de un comercio. Estaba en la treintena; y, como los de su clase, era cenceño y de facciones angulosas, pero su mirada era firme, con la hondura propia de los hombres serenos.

Mi paseo transcurría con aburrida continuidad, en secuencias mil veces repetidas. En el patio, el aire era agradable y, por un instante, cerré los ojos dejando que el calor tibio del sol me llevase lejos, mucho más allá de aquellos muros, de aquellos hombres. La mañana, pese a su paso lento,  fue avanzando y, considerándome al fin merecedor de una pausa, caminé hacia la oficina buscando de un poco de silla mullida. A mitad de mi trayecto, un zumbido me hizo mirar al cielo. Algo que parecía un  escarabajo blanco volador había surgido de detrás del muro que daba al módulo de mujeres y, en su trayectoria descendente, era claro acabaría en nuestro patio. El impacto sonó seco: ¡plack!. Comenzó a rodar por el suelo y luego se detuvo. De pronto, el patio quedó en silencio. Como movidos por un mecanismo, ocho o diez presos comenzaron a caminar en paso lento y disimulado hacia el meteorito caído. Parecían atraídos por una fuerza magnética cuyo polo fuera el objeto recién llegado, sabedores de que obraban mal pero incapaces de resistirse. Sus miradas furtivas me dijeron que tenía que actuar. Mi voz —“¡No lo toquen!”—- no hizo que se detuvieran en su camino, pero sí que se limitaran a formar un círculo entorno al extraño cuerpo. Llegué con paso firme, el corro se abrió y dejó al descubierto un pequeño papel de forma cilíndrica. Era una pila. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. Me habían advertido de que había que intervenirlas porque los reclusos utilizaban pilas envueltas en papel para embutirlas de droga y lanzarlas por encima de los muros que separaban los módulos, en una especie de trapicheo aéreo. Otras veces, no contenían más que mensajes.

La deslié. Esta vez era un mensaje, un mensaje de amor. Leí aquella nota breve, escrita en letra infantil y sembrada de faltas de ortografía pero intensa y febril, terminada con dos palabras que eran casi un susurro: “Te camelo”. Una corriente recorrió mi espinazo. Me sentía violando algo íntimo y sabía lo importante que aquello era para su destinatario: cuando se está en prisión, oír aquellas palabras llenas de sentimiento era arrancarse talego de las entrañas. Mi deber, por el contrario, era retener la misiva, aunque no fuera más que una nota inocente. Algo hacía aún más difícil la situación para mí: aquella carta iba dirigida al Mosqui. Hubiera querido entregarla sin más a su destinatario pero en ese momento ciento cincuenta presos tenían sus ojos clavados en el papel que tenía en mis manos: no podía dársela. Caminé hasta la oficina entre un silencio espeso. Notaba como no un hombre ni dos, el patio todo me seguía con la mirada.

—¡Bah, una notita de amor! —Medrano, el jefe de módulo, sentenció mientras la dejaba caer sobre su mesa de despacho—. No le hagas ni caso —el hombre desplegó entre sus manos el Marca, en su enésimo repaso del día—. ¿Has visto de lo de Michel y Valderrama? ¡Al final va a resultar que Michel es maricón!—. Los ojos se le achinaron y una risilla de ratón agitó su barriga en pequeñas sacudidas.

—¡Tock, tock, tock!— Un figura humana golpeaba con los nudillos la puerta de cristalera que daba al patio. Era el cajonero:

—¡Pero hombre, don Manuel, que es una carta de amor! ¡Que somos personas humanas, que no somos perros! —. El hombre gesticulaba lastimero.

El Marca quedó paralizado mostrando una enorme foto de Butragueño, que desde la mesa sonreía como un niño coronado de ondas rubias. Medrano miró al preso con gesto agrio, en silencio. El cajonero volvió a la carga:

—Don Manuel, que es para el Mosqui. ¡Mírelo, hombre, mírelo!— Tras él, sentado al fondo del patio y rodeado de internos, el Mosqui miraba hacia la oficina. Sus ojos eran suplicantes, como los de un animal apaleado; al mismo tiempo, su orgullo le impedía ser él mismo quien reclamase la nota.

—Tome—. Medrano se había levantado y le tendía el trozo de papel arrugado al preso. El cajonero no dijo nada; miró a los ojos al funcionario, cogió la nota, dio media vuelta y marchó en dirección al Mosqui. Los presos, que habían quedado  inmóviles esperando el desenlace, cobraron vida al unísono y todo el módulo recuperó su rutina, eternamente repetida. Medrano permaneció de pie, mirando por el ventanal. “Era mejor  dárselo, un marrón menos” dijo en un murmullo, no sé si justificándose ante mí o ante sí mismo. Me senté y ojee el Marca atrasado, sobado de tantas manos.

—Tenga usted, don Rafael. Su pincho de tortilla calentito—. Pruñonosa acababa de dejar sobre mi mesa de oficina un plato de loza blanco. Sobre él humeaba una ración de tortilla con cebolla; a su lado, dos trozos de pan. Eran los quince minutos de paz del día.

—Gracias, Manolo. Si no fuera por tus tortillas…—contesté mientras mi estómago comenzaba a reclamar la presa cobrada. Él asintió con la cabeza sonriendo levemente, en un gesto casi servil. Pruñonosa era preso de confianza y tenía a su cargo la cafetería de funcionarios. Su labor consistía en ir por los módulos repartiendo aquello que con antelación los trabajadores le habíamos pedido: cafés, bollos, bebidas, pinchos.  Era un hombre en la treintena, espigado en sus perpetuas camisas a cuadros, de pelo negro y hablar nervioso. Sus maneras hacia los funcionarios eran de una amabilidad excesiva, hasta el punto de resultar en ocasiones untuoso. Su error, haber tenido una relación con una mujer de marido perspicaz. Descubiertos, en un segundo hubo de elegir entre su vida y la del burlado. Su gravísimo error, no entregarse e intentar quemar el cadáver en el monte; el humo atrajo de inmediato a la Guardia Civil, dispuesta a multarlo por hacer fuego en lugar prohibido.

—¿Cómo va, Manolo? ¿Mucho trasiego? —quise interesarme por él.

—Ya ve, don Rafael, toda la mañana recorriendo el pasillo con mi carrito, arriba y abajo. Pero no me quejo, don Rafael, es un buen destino…— Su voz sonaba acelerada, como de costumbre. Era fácil percibir en él a un hombre tímido, de los que les cuesta mirar a los ojos, y saber que su estancia en prisión le estaba suponiendo una gran tortura interior.
Una vez descansado debía volver dentro de nuevo, si no quería que Medrano comenzara a dirigirme miradas acusatorias. Salí al pasillo del módulo. Allí tres presos venían en dirección contraria a la mía. Reían y andaban veloces, persiguiendo un punto que corría delante de ellos. En su tez oscura, su complexión fuerte y sus rizos negros reconocí entre ellos la figura de Heredia, un muchacho  —casi un niño— que era el único  gitano del módulo.

—¡Mira, mira como corre! —dijo el más grande de los otros dos presos—.¡Está acojonao!— sentenció burlón.

¡Venga, que z’escapa!— apremió Heredia.

Un pequeño ratón de pelaje marrón corría a toda velocidad por el pasillo diáfano. Sus zigs-zags desesperados resultaban inútiles ante el avance del grupo perseguidor, que le iba recortando distancia. A punto de alcanzarlo, la comitiva llegó a mi altura. El animal corrió hacia mí; en un instinto protector levanté la punta de mi zapato. Como había previsto fugazmente, el ratoncito se refugió en el hueco que quedó formado entre mi suela y el suelo. Entonces me di cuenta: a escasos metros, tres internos me miraban expectantes. “La he pringado” pensé para mi. ¿qué podía hacer? Me había metido yo solo en un callejón sin salida. No podía quedar como un sensiblero, en veinte minutos el módulo entero estaría riéndose de mí. Dejé caer mi zapato. Sentí una nuez crujiendo bajo mi suela. Los tres internos estaban ahora silenciosos, esperando que levantara mi zapato. Lo hice; a mis pies el ratoncito se retorcía en estertores agónicos.

¡Párese una cola de lagartijha! —exclamó Heredia—. L’a dejao usté zeco, don Rafaé.
El animal continuó durante un minuto con su danza macabra. Cuando comenzó a sangrar por la boca, se detuvo, exhausto.

El fin de semana la prisión parecía despoblarse, mostrando la ausencia que dejaban los presos que salían de permiso. Llegado el lunes, sabíamos que el día sería igualmente tranquilo; la tarde anterior muchos internos habían regresado de su licencia y eso quería decir que, pese a los controles, habría entrado nueva droga en el módulo. Medrano, aquejado de la pereza del inicio de semana, me habló con tono cansado:

—Chaval, cuando acabes con el desayuno en el comedor, cógete a uno de cocina y súbeloeel desayuno a Pruñonosa, que está refugiado.

 ¿Refugiado? Los refugiados eran los presos que se negaban a salir de su celda por haber recibido alguna amenaza de otro preso. Algo grave le tenía que haber pasado a Pruñonosa. Esperé con ansiedad a acabar el reparto general y subí a los pasillos de celdas. A mi lado, un interno cargaba una bandeja metálica, recipiente de un café y un paquete de galletas. Pruñonosa estaba de pie en el centro de la celda. Su rostro parecía desencajado, los ojos, hundidos en sus órbitas, habían empequeñecido, y sus movimientos eran ahora lentos y temblones. Era claro que aquel hombre no había dormido.

—Manolo, ¿qué ha pasado? —inquirí.

—¿Qué quiere que le diga, don Rafael? Son cosas que pasan aquí dentro.

—Pero dígame, Manolo, hágame el favor —insistí.

Pruñonosa dudó, pero comenzó a hablarme con voz hundida:

—Me dijeron que al volver del permiso tenía que traer cincuenta rulas. Y que como no las trajera, que anduviera con cuidado, que hay muchas esquinas en el módulo.

—Y no las has traído— dije mientras comprendía que afirmaba lo que era obvio. Sin darme cuenta le había apeado el usted.

—No quería perder los permisos, don Rafael. Si me cogen ustedes con cincuenta rulas, me regresan de grado y no salgo más en tres años.

Me indigné. Pruñonosa era un buen hombre y le estaban extorsionando.

—Dígame quien ha sido, y no se preocupe, que no le va a pasar nada. Le doy mi palabra.

—Usted no sabe cómo va esto. Puedo decir hasta donde he contado, pero si digo quien ha sido, estoy muerto. Es la ley del talego —dijo con resignación.

—Pero algún día tendrá que salir usted ¡No puede estar encerrado en su celda para siempre!

— ¡Buf! Échele usted unas dos semanas aquí. Luego saldré, me cogerán entre cuatro, me darán una paliza y solucionado. Si los funcionarios me preguntan, diré que me he caído por la escalera. Ya ve usted, don Rafael, así son las cosas. Y deme el desayuno de una vez, que estoy hablando más de la cuenta.

Bebió a sorbos el café, rechazó las galletas y lo dejé de nuevo solitario en su celda.
Aquel día era el último de mi turno y tres días después me reincorporaría a mi trabajo. Al regresar, el patio me esperaba con su ritmo monótono. Busqué al  Mosqui entre los grupos que poblaban el patio; pensé que ya debería de saber si le habían concedido su primer permiso y quería felicitarlo. Lo encontré sentado en una esquina, solo. Fui hacia él y le pregunté. No me contestó.
—¡Mosqui!— le reclamé. Alzó la cabeza al fin, aturdido. Me miró sin verme. Vi sus ojos, eran como ventanas de una casa deshabitada: en aquel momento, tras las órbitas de aquel hombre, no había nadie.

—No se esfuerce, don Rafael. No se lo han dado —El cajonero me sacó de mi confusión—. ¡Y no vea como se ha puesto, aprovechando que es lunes y hay “cargamento”¡ —dijo el atracador sin detenerse en su paseo.

Me alejé del Mosqui,  guiñapo humano recostado contra un muro. Pensé que nada podía hacer por él en ese momento.

La jornada siguiente no trabajé: un compañero me había pedido un cambio de turno, que aproveché para repasar los exámenes que se acercaban. Tras la libranza, vi de nuevo el amanecer conduciendo hacia la prisión.

—¡Lo que te perdiste ayer! —dijo Medrano nada más verme—. ¡La que le metimos al Donald¡ Llegó la hora de chaparlos y el negro ese, que ya andaba rebotado por no sé qué, no quería entrar en el chabolo. Me dije “te vas a enterar” y llamé a dirección —su risilla de ratón hizo aparición—. Vino el jefe de servicios con el Franki, el Porki, Hernandez y tres compañeros más. Como los demás presos estaban ya chapados, tuvimos tranquilidad y no veas la que le metimos. Entre cuatro lo tiramos al suelo, lo esposamos, lo metimos en su chabolo y a partir de ahí ¡barra libre! Como la celda es pequeña, hacíamos cola, íbamos pasando por turno y ¡pim!, ¡pam! ¡pum! Luego, ¡hala, que pase el siguiente! —la particular risilla de Medrano dejó paso a una carcajada que sonó hueca— Y no veas como gritaba el negro “¡Querer a mí matar! ¡Querer a mí matar!” Con su imitación burlona de la voz suplicante del apaleado Medrano acabó al fin su discurso, lo que agradecí íntimamente. No sabía qué responder. No podía decir que me parecía una barbaridad lo que habían hecho. No podía decir que me parecía una cobardía. Que habían descargado toda la tensión del trabajo sobre el más débil de los presos, sabedores de que no contaba con nadie allí y de que aquello no generaría problemas con los demás internos.

El timbre de la puerta me salvó de contestar. La sonrisa de Clara brillaba al otro lado de la cancela. Era alta, de melena morena por media espalda y una piel clara que a la altura de la nariz  rompía en pequeñas pecas, dándole un aspecto de niña traviesa.

—Hola, Rafa. Vengo a por mis “niños” —dijo reclamando al grupo de internos que llevaría a los talleres. Clara pertenecía a una raza diferente, más amable que la nuestra: mientras a los funcionarios nos correspondía la vigilancia y la represión, educadoras, psicólogas y criminólogas —eran casi siempre mujeres— constituían una especie de corte celestial que los presos adoraban. Su cometido era conseguir la rehabilitación de aquellos hombres, dándoles la orientación y la formación —quizá también el cariño— que les había sido negado fuera.  

La jornada subsiguiente no acudiría durante el día, pero por el contrario debía de cubrir el  turno de noche. Trabajar de noche era más descansado que de mañana, sencillamente porque no había contacto con la población reclusa. El asunto se limitaba a realizar tres recuentos, el de entrada, el de salida y el de las tres de la madrugada, todos ellos con los presos cerrados en sus celdas. El resto era estar en la oficina, con la única obligación de dejar pasar el tiempo.

 Cuando llegué al módulo ya era noche cerrada y el compañero al que debía relevar me esperaba ansioso en la oficina. En cuanto le firmase el parte del recuento, que debía ir rubricado por los dos, saldría disparado de allí.

—Ya te los he dejado chapados, así que cuando quieras…—me azuzó sibilinamente.
Cogí las llaves y me encaminé hacia las escaleras. Me esperaban tres plantas de celdas a ambos lados. El módulo, ahora desierto, se mostraba en toda su desnudez; vasos de plástico desbordando el cubo de basura, papeles por los rincones, el suelo pegajoso por los cafés que se derramaron, y el frío, que ahora parecía haber descubierto rendijas imposibles. Impregnándolo todo, el olor,  el eterno olor a prisión.

Los pasillos de celdas parecían casi infinitos, con sus tenues lucecillas iluminando tímidas y sus hileras de verdes puertas metálicas perfectamente alineadas. En cada puerta, una mirilla enrejada. El sonido del recuento creaba en el corredor una cadencia rítmica: cuatro pasos isócronos —pam—pam—pam—pam— seguidos de un silencio breve: los segundos que el funcionario tardaba en verificar a través de la mirilla la presencia del correspondiente preso. Luego, vuelta a empezar; otra puerta, otro pasillo. En cada mirilla, cuidado. Una aguja puesta de punta en la cuadrícula podía desgarrarte el globo ocular.

—Están todos —dije firmando el parte —. Los ciento cincuenta y cuatro.

Mi compañero cogió rápido el pequeño papel, que ondeó en el trayecto hasta el bolsillo de su chaqueta. Mientras cogía el abrigo, comentó:

—Tú eres amiguete del Mosqui, ¿verdad?

La pregunta me dejó sorprendido, pero asentí con la cabeza.

—Pues ha tenido hoy mal día —continuó—.Me he enterado de que le ha dejado la novieta esa que tenía en el módulo de mujeres, parece que la pájara se ha liado ahora con un pez gordo, un traficante del módulo dos. Con las mujeres ya se sabe, baza mayor quita baza menor…—hizo  una mueca cómplice mientras se abotonaba la prenda— En fin, ¡que te sea leve!

Cerré la cancela tras él y me senté en la oficina, pensativo. El Mosqui debía estar pasando un mal momento; hacía pocos días le habían denegado el permiso y ahora se le venía encima esto. No hacía falta ser especialmente sensible para darse cuenta: aquello era mucha presión para cualquiera que estuviera allí dentro. Dudé si ir a hablar con él en ese momento o esperar los cuatro días que tardaría en volver a trabajar, una vez acabara mi turno. Al fin, me decidí a subir nada más acabara mi ronda por el módulo.

Veinte minutos después estaba frente a su celda. Miré por la mirilla: el Mosqui estaba tumbado en la cama pero aún en la penumbra pude ver sus ojos abiertos; todavía no se había dormido. El estruendo de la cerradura girando no pareció inmutarlo, ausente. Entreabrí la puerta y entré en la celda, cerrando la puerta de nuevo; lo que tenía que decir no quería compartirlo con los demás presos.

Me acerqué a la cama sin encender la luz, con pasos lentos:

—Mosqui, quería hablar contigo…

No respondía, tampoco vi que moviera músculo alguno. La depresión se había apoderado de él y en la semioscuridad aparecía ausente, sin voluntad, como un madero que arrastra la corriente.

Di la luz. Sus párpados no se inmutaron y quedaron fijos, tan fijos como su mirada. Su cuerpo alargado descansaba sobre la cama, exánime. Junto a él, una cuchilla de afeitar manchada. En cada antebrazo, tres cortes verticales le abrían las venas.

Corrí. Las piernas me parecían ajenas, como si hubieran cobrado vida, y las sienes me latían desbocadas. A mis ojos, las escaleras formaban ahora un túnel de contornos oscuros que parecía no tener final.

—¡Llamo del módulo siete! ¡El Mosqui se ha chinado! ¡El Mosqui se ha chinado!
Subimos en tropel. Al notar que le varias manos le tocaban, el Mosqui comenzó a agitarse y a  bramar como un animal agonizante. “Sujetadlo los brazos”. El médico de la prisión hundió una aguja en su brazo nervudo, duro y seco de heroína. Al momento, el quejido del Mosqui comenzó a apagarse y cayó de nuevo enervado, sin fuerzas sobre la cama.

Taponamos con gasas las carnes tajadas de sus brazos, que manaban a caño libre, y el galeno comenzó acelerado su labor de costura. La carne del Mosqui crujía a cada embate de aguja mientras desplegábamos las ruedas de la camilla. Acabado el trabajo, salieron todos portando su cargamento humano.

 Me quedé en medio de la celda, aturdido. Solo entonces me di cuenta que todo el rato habíamos estado pisando un gran charco de sangre, de una sangre espesa a medio coagular que se agarraba y trepaba por mis zapatos despidiendo su olor dulzón.


Acabado mi turno de noche, conduje desde la prisión a mi casa. Mientras recorría la carretera guiando el coche con movimientos mecánicos y los primeros rayos de sol entraban limpiso por el parabrisas, pensaba en el Mosqui, en su soledad terrible, en sus ojos huecos de mirada perdida, en  su carne sajada y en aquellas bocas carnosas que formaban sus cortes, unas bocas desdentadas pero vociferantemente mudas en un grito de desesperanza,  en un clamor que llenaba su celda, que atravesaba los barrotes de la ventana y que expandía sus ondas vibrantes y atronadoras por todo el módulo, por toda la prisión, por todo mi ser.