La oficina era apenas un
pequeño cuarto con dos mesas y dos sillas de despacho y una cristalera en uno
de sus laterales que daba al patio. Medrano, el jefe de módulo estaba
apoltronado en una de las sillas. Frente a él, un periódico y un cafetito
humeante en vaso de plástico. Su mirada parecía absorbida por el Marca y sus
dedos recorrían la superficie rugosa del recipiente buscando el calor del café,
como quien busca un calor humano.
—Anda, chaval, ¿por qué no te
das una vuelta por dentro? —dijo en un leve movimiento de cabeza.
No tenía opción. A mis
dieciocho años y siendo un miserable interino, estaba claro cuál de los dos
funcionarios que componíamos el turno se iba a comer el marrón de pasarse
la mañana paseándose “por dentro”, es decir, por el módulo de la prisión que
tendríamos a nuestro cargo durante aquellas ocho horas. Obediente, salí al
corredor del módulo, sintiendo al caminar el hedor de la prisión
impregnarse en mi nariz. Porque las cárceles tienen su propio olor, extraña
mezcla de lejía, humanidad, basura rancia y detergente barato. Mientras
avanzaba, esquivaba los corros que se apiñaban desordenadamente a ambos
lados del pasillo. Los presos charlaban; hablaban de fútbol, de boxeo o de
refundiciones de condena, sin dejar de hacerlo a mi paso, pero controlando mis
movimientos por el rabillo del ojo: cuando se es el único funcionario entre
ciento cincuenta reclusos, la sensación de estar perpetuamente observado por
diez, cincuenta, cien ojos, es algo con lo que hay que aprender a convivir.
Llegué al patio. En ese
momento un nuevo recluso salía también a él; el chico, un joven con gafitas y
apariencia universitaria, miraba asustado. Se quedó por un momento de pie,
desconociendo qué hacer, y al cabo se sentó solo en un rincón, sin que nadie se
le acercase. Su cuerpo temblaba en pequeñas convulsiones: tenía un buen mono.
En el lateral de la explanada unos cuantos presos paseaban a paso
presidiario, en un rítmico y sincrónico ir y venir. En filas de a dos, a
tres o a cuatro, al tiempo que charlaban, se dirigían a paso ligero hacia uno
de los muros, para dar un giro brusco justo cuando el choque de toda la
formación parecía inevitable. Comenzaba entonces de nuevo su rápido caminar
hacia el muro opuesto. En el suelo aparecían figuras humanas sentadas,
recostadas contra las paredes, inmóviles como animales que absorbieran los
rayos de sol de la mañana. Un guardia civil aburrido observaba la escena desde
su torreta lejana, cetme en bandolera. Me dirigí hacia el extremo opuesto del
patio. Allí unos diez o doce presos sentados formaban un corro. Se
giraron todos de golpe y me miraron con ojos culpables. “Deben de estar
fumando porros” pensé para mí. “Si es que son como niños haciendo una trastada”
concluí desde la superioridad que me daba el uniforme. Desvié entonces mis
pasos. Quería evitar ver el cigarro trashumante de unos labios a otros, tener
que quitárselo y verme obligado a dar parte, porque la droga, en su justa
medida, es la espita por la que escapa la presión de la cárcel, una presión
nacida de la angustia, el miedo, la ansiedad y la desesperanza de cientos de
hombres, una presión que se concentra en el aire, como se condensa la niebla
sobre una aldea de montaña, y lo acaba impregnando todo: aire, paredes, ropas,
almas. Mientras caminaba en oblicuo, les miraba fijamente; comprendido mi
mensaje, el círculo se deshizo.
—¿Qué, como lleva usted la
mañana? —la voz del Mosqui me hizo recuperar mi visión cercana. El Mosqui era
un chaval joven, con una melena lacia rubia partida en dos mitades que le
tapaban los laterales de la cara. De entre el cabello sobresalía una nariz
ganchuda y esta, unida a su cuello ligeramente inclinado hacia delante y a
su delgadez, le daban la apariencia de mosquito humano. Sus brazos
colgones a ambos lados del cuerpo parecían ayudar a ello recreando unas alas y
sus andares flotantes dibujaban el vuelo ondulante del insecto. No creo que
hubiera nadie en la prisión que dudara de por qué al Mosqui le llamaban así.
—Bueno, tranquila por ahora
—contesté insustancial—. Y esperemos que así siga. Y usted ¿Cómo lleva lo de su
permiso? ¿Sabe algo ya?
Mi tono hacia él era
amistoso, aunque siempre manteníamos el “usted” institucional entre presos y
funcionarios. El Mosqui y yo charlábamos de vez en cuando y me contaba sus
cosas: que si había pedido puesto para trabajar en el taller de la prisión,
donde a cambio de montar arbolillos de navidad le pagarían algún dinero, que si
tenía un hermano en Daroca —otra prisión que, según le contaba éste, era mucho
más dura que la nuestra—, o que por fin había cumplido la cuarta parte de su
condena y que ya podría solicitar un permiso de fin de semana. El Mosqui era un
caco y de eso no se puede escapar: como todos los cacos, aceptaba
que su tiempo en prisión era parte de su vida, un entrar y salir
cotidiano por el que ya pasó primero su padre, después su hermano, por fin,
también él, pero el Mosqui tenía algo diferente al resto: su carácter era
alegre y optimista y su mirada, franca. Sin embargo, sabía que se guardaba un
secreto hacia mí: por otros presos conocíamos que estaba enamorado de una presa
del módulo de mujeres, aunque nunca habláramos de ello.
—Este viernes pasa por Junta
de Tratamiento, a ver si hay suerte y me conceden el permiso —contestó
sonriente—. Tengo esperanza, porque no me han puesto ningún parte desde que
entré…—el Mosqui miró al cielo —un trozo de cielo limpio y lleno de
luz— y tragó saliva. Sin bajar la vista me habló con una expresión grave, ajena
a él:
—¿Sabe? Este cielo es lo
único que he visto en dos años que no es talego.
Traté de
animarle, pero aunque mi actitud era afectuosa, mientras hablaba con él
hacía miradas furtivas al patio que me rodeaba: nunca perdí de vista que era un
preso y yo un funcionario —carcelero es una expresión demasiado sombría—, y
que, en realidad, podía estar dándome charla deliberadamente para
distraer mi atención.
Cuando al fin nos despedimos
—“Que tenga buen servicio, don Rafael”—, mi ronda continuó por la sala de
juegos. Un televisor elevado sobre una peana transmitía una carrera de motos
frente a un grupo de reclusos arremolinados en sillas; los hombres vociferaban
e insultaban al rival del español. Otros reclusos jugaban calladamente al
dominó. Como era habitual, mi paso dejaba un reguero de miradas, despectivas
algunas, indiferentes las más. Al salir del salón pasé junto a una papelera;
medio escondida entre vasos de plástico usados y servilletas arrugadas adiviné
una chuta: alguien había preferido perderlo a ser descubierto con ella
en alguno de los cacheos que hacíamos de tanto en tanto. La cogí con extremo
cuidado, envolviéndola en papel. El objeto era en sí mismo una obra de arte:
una jeringuilla moldeada a fuego de mechero a partir del canuto de un boli BIC,
con su émbolo y su punta fundida en una aguja hipodérmica. Dentro, los restos
de su último uso. Con aquel tubillo preñado de coágulos en mi mano giré hacia
el pasillo de vuelta hacia la oficina, ahora casi desierto. Por fin acababa mi
turno y yo —yo sí— sería libre.
La mañana siguiente comenzó
rutinaria. Los presos, puestos en fila frente a la ventana del office,
esperaban su desayuno. La fila era larga y la ventana no se abría. Los internos
encargados del reparto se retrasaban, como casi cada día. Por fin hubo un
chirrido y tras la madera aparecieron cuatro presos, dos frente a un enorme
cesto de galletas y otros dos armados con cucharones frente a una olla
industrial, humeante de café con leche. Abierta la ventana, la masa de
reclusos estalló en las quejas de siempre: “¡No hay derecho!”, “¡Que nos
queréis matar de hambre, cabrones!”. Los encargados de cocina pidieron calma y
comenzaron el reparto. Uno a uno, paquete de galletas y vaso en mano, los
presos abandonaban la fila buscadores de una silla en las mesas corridas del
comedor. No faltaría quien rezongase su descontento —“menuda mierda, esto no es
comida para un hombre”—. Al pasar por mi lado el preso me miraría de reojo,
sabedor de que por fuerza le habría oído. El hombre —quien fuera aquel
día— continuaría lento su camino, dejaría su café en el hueco de mesa que
hubiera libre, se sentaría y —justo antes de empezar a desayunar— me
miraría con unos ojos llenos de rabia. No me altería. Sabía que no me miraba a
mí, miraba a mi uniforme.
Terminado el desayuno, los
presos comenzaron a repartirse por el módulo. Me obligué a salir al patio
y caminé hasta el centro de la explanada. Miré a mi alrededor,
encontrándome una escena cotidiana. La masa de cacos se
desperdigaba nutrida de delgadeces cubiertas de tatuajes, chándals,
camisetas sin mangas y cabellos apurados en las sienes, compensados con melenas
generosas en la parte posterior de la cabeza. Se movían delante de
mí, a mis costados, a mi espalda. Entre ese enjambre humano que formaban los
cacos eran reconocibles otras especies carcelarias, más minoritarias,
pero de personalidad interesante: falsificadores de guante blanco que
paseaban el patio vestidos con corbata y americana azul marino cruzada como
Gutiérrez, vendedores de droga inteligentes como Varela, un tipo sano y
deportista que traficaba pero no consumía, atracadores de bancos con
aspecto de Papa Noel como Casabán, que viéndose rodeado en la sucursal
por la guardia civil pidió que dejasen pasar a un cura para confesar su
arrepentimiento por haber herido a un agente en el tiroteo previo o, por fin,
homicidas —que no asesinos—como Gabarri, un hombre con fisonomía de gnomo que
arrojó a su mujer y a su suegra —ignoro en qué orden— por el balcón de un
primer piso, con el resultado imprevisible de que ambas fallecieron en el acto.
Otros habitantes del patio
eran simplemente inclasificables, como el cajonero, que estaba a mitad
camino entre asaltador de bancos y asesino psicópata —levaba ya siete
muertos a sus espaldas, cuatro de ellos de compañeros de banda con los
que no llegó a un acuerdo en el reparto del botín—, o como Donald King,
jamaicano de un negro petróleo, joven y fuerte guerrero mandinga convertido en
presidiario, que era el único extranjero del módulo en aquellos años. En fin,
existían, porque también los hay, cacos dotados de una inteligencia
natural y de una sensatez apabullante. Tuve ocasión de conocer a uno de ellos:
Quevedo. Cumplía condena por dar muerte al policía municipal que le sorprendió
descerrajando la persiana metálica de un comercio. Estaba en la treintena; y,
como los de su clase, era cenceño y de facciones angulosas, pero su mirada era
firme, con la hondura propia de los hombres serenos.
Mi paseo transcurría con
aburrida continuidad, en secuencias mil veces repetidas. En el patio, el aire
era agradable y, por un instante, cerré los ojos dejando que el calor tibio del
sol me llevase lejos, mucho más allá de aquellos muros, de aquellos hombres. La
mañana, pese a su paso lento, fue avanzando y, considerándome al fin
merecedor de una pausa, caminé hacia la oficina buscando de un poco de silla
mullida. A mitad de mi trayecto, un zumbido me hizo mirar al cielo. Algo que
parecía un escarabajo blanco volador había surgido de detrás del muro que
daba al módulo de mujeres y, en su trayectoria descendente, era claro acabaría
en nuestro patio. El impacto sonó seco: ¡plack!. Comenzó a rodar por el suelo y
luego se detuvo. De pronto, el patio quedó en silencio. Como movidos por un
mecanismo, ocho o diez presos comenzaron a caminar en paso lento y disimulado
hacia el meteorito caído. Parecían atraídos por una fuerza magnética cuyo polo
fuera el objeto recién llegado, sabedores de que obraban mal pero incapaces de
resistirse. Sus miradas furtivas me dijeron que tenía que actuar. Mi voz —“¡No
lo toquen!”—- no hizo que se detuvieran en su camino, pero sí que se limitaran
a formar un círculo entorno al extraño cuerpo. Llegué con paso firme, el corro
se abrió y dejó al descubierto un pequeño papel de forma cilíndrica. Era una pila.
Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. Me habían
advertido de que había que intervenirlas porque los reclusos utilizaban pilas
envueltas en papel para embutirlas de droga y lanzarlas por encima de los muros
que separaban los módulos, en una especie de trapicheo aéreo. Otras veces, no
contenían más que mensajes.
La deslié. Esta vez era un
mensaje, un mensaje de amor. Leí aquella nota breve, escrita en letra infantil
y sembrada de faltas de ortografía pero intensa y febril, terminada con dos
palabras que eran casi un susurro: “Te camelo”. Una corriente recorrió mi
espinazo. Me sentía violando algo íntimo y sabía lo importante que aquello era
para su destinatario: cuando se está en prisión, oír aquellas palabras llenas
de sentimiento era arrancarse talego de las entrañas. Mi deber, por el
contrario, era retener la misiva, aunque no fuera más que una nota inocente.
Algo hacía aún más difícil la situación para mí: aquella carta iba dirigida al
Mosqui. Hubiera querido entregarla sin más a su destinatario pero en ese
momento ciento cincuenta presos tenían sus ojos clavados en el papel que tenía
en mis manos: no podía dársela. Caminé hasta la oficina entre un silencio espeso.
Notaba como no un hombre ni dos, el patio todo me seguía con la mirada.
—¡Bah, una notita de amor!
—Medrano, el jefe de módulo, sentenció mientras la dejaba caer sobre su mesa de
despacho—. No le hagas ni caso —el hombre desplegó entre sus manos el Marca, en
su enésimo repaso del día—. ¿Has visto de lo de Michel y Valderrama? ¡Al final
va a resultar que Michel es maricón!—. Los ojos se le achinaron y una risilla
de ratón agitó su barriga en pequeñas sacudidas.
—¡Tock, tock, tock!— Un
figura humana golpeaba con los nudillos la puerta de cristalera que daba al
patio. Era el cajonero:
—¡Pero hombre, don Manuel,
que es una carta de amor! ¡Que somos personas humanas, que no somos perros! —.
El hombre gesticulaba lastimero.
El Marca quedó paralizado
mostrando una enorme foto de Butragueño, que desde la mesa sonreía como un niño
coronado de ondas rubias. Medrano miró al preso con gesto agrio, en silencio. El
cajonero volvió a la carga:
—Don Manuel, que es para el
Mosqui. ¡Mírelo, hombre, mírelo!— Tras él, sentado al fondo del patio y rodeado
de internos, el Mosqui miraba hacia la oficina. Sus ojos eran suplicantes, como
los de un animal apaleado; al mismo tiempo, su orgullo le impedía ser él mismo
quien reclamase la nota.
—Tome—. Medrano se había
levantado y le tendía el trozo de papel arrugado al preso. El cajonero no dijo
nada; miró a los ojos al funcionario, cogió la nota, dio media vuelta y marchó
en dirección al Mosqui. Los presos, que habían quedado inmóviles
esperando el desenlace, cobraron vida al unísono y todo el módulo recuperó su
rutina, eternamente repetida. Medrano permaneció de pie, mirando por el
ventanal. “Era mejor dárselo, un marrón menos” dijo en un murmullo, no sé
si justificándose ante mí o ante sí mismo. Me senté y ojee el Marca atrasado,
sobado de tantas manos.
—Tenga usted, don Rafael. Su
pincho de tortilla calentito—. Pruñonosa acababa de dejar sobre mi mesa de
oficina un plato de loza blanco. Sobre él humeaba una ración de tortilla con
cebolla; a su lado, dos trozos de pan. Eran los quince minutos de paz del día.
—Gracias, Manolo. Si no fuera
por tus tortillas…—contesté mientras mi estómago comenzaba a reclamar la presa
cobrada. Él asintió con la cabeza sonriendo levemente, en un gesto casi servil.
Pruñonosa era preso de confianza y tenía a su cargo la cafetería de
funcionarios. Su labor consistía en ir por los módulos repartiendo aquello que
con antelación los trabajadores le habíamos pedido: cafés, bollos, bebidas,
pinchos. Era un hombre en la treintena, espigado en sus perpetuas camisas
a cuadros, de pelo negro y hablar nervioso. Sus maneras hacia los funcionarios
eran de una amabilidad excesiva, hasta el punto de resultar en ocasiones
untuoso. Su error, haber tenido una relación con una mujer de marido perspicaz.
Descubiertos, en un segundo hubo de elegir entre su vida y la del burlado. Su
gravísimo error, no entregarse e intentar quemar el cadáver en el monte; el
humo atrajo de inmediato a la Guardia Civil, dispuesta a multarlo por hacer
fuego en lugar prohibido.
—¿Cómo va, Manolo? ¿Mucho
trasiego? —quise interesarme por él.
—Ya ve, don Rafael, toda la
mañana recorriendo el pasillo con mi carrito, arriba y abajo. Pero no me quejo,
don Rafael, es un buen destino…— Su voz sonaba acelerada, como de costumbre. Era
fácil percibir en él a un hombre tímido, de los que les cuesta mirar a los
ojos, y saber que su estancia en prisión le estaba suponiendo una gran tortura
interior.
Una vez descansado debía
volver dentro de nuevo, si no quería que Medrano comenzara a dirigirme miradas
acusatorias. Salí al pasillo del módulo. Allí tres presos venían en dirección
contraria a la mía. Reían y andaban veloces, persiguiendo un punto que corría
delante de ellos. En su tez oscura, su complexión fuerte y sus rizos negros
reconocí entre ellos la figura de Heredia, un muchacho —casi un niño— que
era el único gitano del módulo.
—¡Mira, mira como corre!
—dijo el más grande de los otros dos presos—.¡Está acojonao!— sentenció burlón.
—¡Venga, que z’escapa!—
apremió Heredia.
Un pequeño ratón de pelaje
marrón corría a toda velocidad por el pasillo diáfano. Sus zigs-zags
desesperados resultaban inútiles ante el avance del grupo perseguidor, que le
iba recortando distancia. A punto de alcanzarlo, la comitiva llegó a mi altura.
El animal corrió hacia mí; en un instinto protector levanté la punta de mi
zapato. Como había previsto fugazmente, el ratoncito se refugió en el hueco que
quedó formado entre mi suela y el suelo. Entonces me di cuenta: a escasos
metros, tres internos me miraban expectantes. “La he pringado” pensé para mi.
¿qué podía hacer? Me había metido yo solo en un callejón sin salida. No podía
quedar como un sensiblero, en veinte minutos el módulo entero estaría riéndose
de mí. Dejé caer mi zapato. Sentí una nuez crujiendo bajo mi suela. Los tres
internos estaban ahora silenciosos, esperando que levantara mi zapato. Lo hice;
a mis pies el ratoncito se retorcía en estertores agónicos.
—¡Párese una cola de
lagartijha! —exclamó Heredia—. L’a dejao usté zeco, don Rafaé.
El animal continuó durante un
minuto con su danza macabra. Cuando comenzó a sangrar por la boca, se detuvo,
exhausto.
El fin de semana la prisión
parecía despoblarse, mostrando la ausencia que dejaban los presos que salían de
permiso. Llegado el lunes, sabíamos que el día sería igualmente tranquilo; la
tarde anterior muchos internos habían regresado de su licencia y eso quería
decir que, pese a los controles, habría entrado nueva droga en el módulo.
Medrano, aquejado de la pereza del inicio de semana, me habló con tono cansado:
—Chaval, cuando acabes con el
desayuno en el comedor, cógete a uno de cocina y súbeloeel desayuno a
Pruñonosa, que está refugiado.
¿Refugiado? Los
refugiados eran los presos que se negaban a salir de su celda por haber
recibido alguna amenaza de otro preso. Algo grave le tenía que haber pasado a
Pruñonosa. Esperé con ansiedad a acabar el reparto general y subí a los
pasillos de celdas. A mi lado, un interno cargaba una bandeja metálica,
recipiente de un café y un paquete de galletas. Pruñonosa estaba de pie en el
centro de la celda. Su rostro parecía desencajado, los ojos, hundidos en sus
órbitas, habían empequeñecido, y sus movimientos eran ahora lentos y temblones.
Era claro que aquel hombre no había dormido.
—Manolo, ¿qué ha pasado? —inquirí.
—¿Qué quiere que le diga, don
Rafael? Son cosas que pasan aquí dentro.
—Pero dígame, Manolo, hágame
el favor —insistí.
Pruñonosa dudó, pero comenzó
a hablarme con voz hundida:
—Me dijeron que al volver del
permiso tenía que traer cincuenta rulas. Y que como no las trajera, que
anduviera con cuidado, que hay muchas esquinas en el módulo.
—Y no las has traído— dije
mientras comprendía que afirmaba lo que era obvio. Sin darme cuenta le había
apeado el usted.
—No quería perder los
permisos, don Rafael. Si me cogen ustedes con cincuenta rulas, me regresan de
grado y no salgo más en tres años.
Me indigné. Pruñonosa era un
buen hombre y le estaban extorsionando.
—Dígame quien ha sido, y no
se preocupe, que no le va a pasar nada. Le doy mi palabra.
—Usted no sabe cómo va esto.
Puedo decir hasta donde he contado, pero si digo quien ha sido, estoy muerto.
Es la ley del talego —dijo con resignación.
—Pero algún día tendrá que
salir usted ¡No puede estar encerrado en su celda para siempre!
— ¡Buf! Échele usted unas dos
semanas aquí. Luego saldré, me cogerán entre cuatro, me darán una paliza y
solucionado. Si los funcionarios me preguntan, diré que me he caído por la
escalera. Ya ve usted, don Rafael, así son las cosas. Y deme el desayuno de una
vez, que estoy hablando más de la cuenta.
Bebió a sorbos el café,
rechazó las galletas y lo dejé de nuevo solitario en su celda.
Aquel día era el último de mi
turno y tres días después me reincorporaría a mi trabajo. Al regresar, el patio
me esperaba con su ritmo monótono. Busqué al Mosqui entre los grupos que
poblaban el patio; pensé que ya debería de saber si le habían concedido su
primer permiso y quería felicitarlo. Lo encontré sentado en una esquina, solo.
Fui hacia él y le pregunté. No me contestó.
—¡Mosqui!— le reclamé. Alzó
la cabeza al fin, aturdido. Me miró sin verme. Vi sus ojos, eran como ventanas
de una casa deshabitada: en aquel momento, tras las órbitas de aquel hombre, no
había nadie.
—No se esfuerce, don Rafael.
No se lo han dado —El cajonero me sacó de mi confusión—. ¡Y no vea como
se ha puesto, aprovechando que es lunes y hay “cargamento”¡ —dijo el atracador
sin detenerse en su paseo.
Me alejé del Mosqui,
guiñapo humano recostado contra un muro. Pensé que nada podía hacer por
él en ese momento.
La jornada siguiente no
trabajé: un compañero me había pedido un cambio de turno, que aproveché para
repasar los exámenes que se acercaban. Tras la libranza, vi de nuevo el
amanecer conduciendo hacia la prisión.
—¡Lo que te perdiste ayer! —dijo
Medrano nada más verme—. ¡La que le metimos al Donald¡ Llegó la hora de chaparlos
y el negro ese, que ya andaba rebotado por no sé qué, no quería entrar en el chabolo.
Me dije “te vas a enterar” y llamé a dirección —su risilla de ratón hizo
aparición—. Vino el jefe de servicios con el Franki, el Porki, Hernandez y tres
compañeros más. Como los demás presos estaban ya chapados, tuvimos tranquilidad
y no veas la que le metimos. Entre cuatro lo tiramos al suelo, lo esposamos, lo
metimos en su chabolo y a partir de ahí ¡barra libre! Como la celda es
pequeña, hacíamos cola, íbamos pasando por turno y ¡pim!, ¡pam! ¡pum! Luego,
¡hala, que pase el siguiente! —la particular risilla de Medrano dejó paso a una
carcajada que sonó hueca— Y no veas como gritaba el negro “¡Querer a mí matar!
¡Querer a mí matar!” Con su imitación burlona de la voz suplicante del apaleado
Medrano acabó al fin su discurso, lo que agradecí íntimamente. No sabía qué
responder. No podía decir que me parecía una barbaridad lo que habían hecho. No
podía decir que me parecía una cobardía. Que habían descargado toda la tensión
del trabajo sobre el más débil de los presos, sabedores de que no contaba con
nadie allí y de que aquello no generaría problemas con los demás internos.
El timbre de la puerta me
salvó de contestar. La sonrisa de Clara brillaba al otro lado de la cancela.
Era alta, de melena morena por media espalda y una piel clara que a la altura
de la nariz rompía en pequeñas pecas, dándole un aspecto de niña
traviesa.
—Hola, Rafa. Vengo a por mis
“niños” —dijo reclamando al grupo de internos que llevaría a los talleres.
Clara pertenecía a una raza diferente, más amable que la nuestra: mientras a
los funcionarios nos correspondía la vigilancia y la represión, educadoras,
psicólogas y criminólogas —eran casi siempre mujeres— constituían una especie
de corte celestial que los presos adoraban. Su cometido era conseguir la
rehabilitación de aquellos hombres, dándoles la orientación y la formación
—quizá también el cariño— que les había sido negado fuera.
La jornada subsiguiente no
acudiría durante el día, pero por el contrario debía de cubrir el turno
de noche. Trabajar de noche era más descansado que de mañana, sencillamente
porque no había contacto con la población reclusa. El asunto se limitaba a
realizar tres recuentos, el de entrada, el de salida y el de las tres de la
madrugada, todos ellos con los presos cerrados en sus celdas. El resto era
estar en la oficina, con la única obligación de dejar pasar el tiempo.
Cuando llegué al módulo
ya era noche cerrada y el compañero al que debía relevar me esperaba ansioso en
la oficina. En cuanto le firmase el parte del recuento, que debía ir rubricado
por los dos, saldría disparado de allí.
—Ya te los he dejado chapados,
así que cuando quieras…—me azuzó sibilinamente.
Cogí las llaves y me encaminé
hacia las escaleras. Me esperaban tres plantas de celdas a ambos lados. El
módulo, ahora desierto, se mostraba en toda su desnudez; vasos de plástico
desbordando el cubo de basura, papeles por los rincones, el suelo pegajoso por
los cafés que se derramaron, y el frío, que ahora parecía haber descubierto
rendijas imposibles. Impregnándolo todo, el olor, el eterno olor a
prisión.
Los pasillos de celdas
parecían casi infinitos, con sus tenues lucecillas iluminando tímidas y sus
hileras de verdes puertas metálicas perfectamente alineadas. En cada puerta,
una mirilla enrejada. El sonido del recuento creaba en el corredor una cadencia
rítmica: cuatro pasos isócronos —pam—pam—pam—pam— seguidos de un silencio
breve: los segundos que el funcionario tardaba en verificar a través de la
mirilla la presencia del correspondiente preso. Luego, vuelta a empezar; otra
puerta, otro pasillo. En cada mirilla, cuidado. Una aguja puesta de punta en la
cuadrícula podía desgarrarte el globo ocular.
—Están todos —dije firmando
el parte —. Los ciento cincuenta y cuatro.
Mi compañero cogió rápido el
pequeño papel, que ondeó en el trayecto hasta el bolsillo de su chaqueta.
Mientras cogía el abrigo, comentó:
—Tú eres amiguete del Mosqui,
¿verdad?
La pregunta me dejó
sorprendido, pero asentí con la cabeza.
—Pues ha tenido hoy mal día
—continuó—.Me he enterado
de que le ha dejado la novieta esa que tenía en el módulo de mujeres, parece
que la pájara se ha liado ahora con un pez gordo, un traficante del módulo dos.
Con las mujeres ya se sabe, baza mayor quita baza menor…—hizo una mueca
cómplice mientras se abotonaba la prenda— En fin, ¡que te sea leve!
Cerré la cancela tras él y me
senté en la oficina, pensativo. El Mosqui debía estar pasando un mal momento;
hacía pocos días le habían denegado el permiso y ahora se le venía encima esto.
No hacía falta ser especialmente sensible para darse cuenta: aquello era mucha
presión para cualquiera que estuviera allí dentro. Dudé si ir a hablar con él
en ese momento o esperar los cuatro días que tardaría en volver a trabajar, una
vez acabara mi turno. Al fin, me decidí a subir nada más acabara mi ronda por
el módulo.
Veinte minutos después estaba
frente a su celda. Miré por la mirilla: el Mosqui estaba tumbado en la cama
pero aún en la penumbra pude ver sus ojos abiertos; todavía no se había
dormido. El estruendo de la cerradura girando no pareció inmutarlo, ausente.
Entreabrí la puerta y entré en la celda, cerrando la puerta de nuevo; lo que
tenía que decir no quería compartirlo con los demás presos.
Me acerqué a la cama sin
encender la luz, con pasos lentos:
—Mosqui, quería hablar
contigo…
No respondía, tampoco vi que
moviera músculo alguno. La depresión se había apoderado de él y en la
semioscuridad aparecía ausente, sin voluntad, como un madero que arrastra la
corriente.
Di la luz. Sus párpados no se
inmutaron y quedaron fijos, tan fijos como su mirada. Su cuerpo alargado
descansaba sobre la cama, exánime. Junto a él, una cuchilla de afeitar
manchada. En cada antebrazo, tres cortes verticales le abrían las venas.
Corrí. Las piernas me
parecían ajenas, como si hubieran cobrado vida, y las sienes me latían
desbocadas. A mis ojos, las escaleras formaban ahora un túnel de contornos
oscuros que parecía no tener final.
—¡Llamo del módulo siete! ¡El
Mosqui se ha chinado! ¡El Mosqui se ha chinado!
Subimos en tropel. Al notar
que le varias manos le tocaban, el Mosqui comenzó a agitarse y a bramar
como un animal agonizante. “Sujetadlo los brazos”. El médico de la prisión
hundió una aguja en su brazo nervudo, duro y seco de heroína. Al momento, el
quejido del Mosqui comenzó a apagarse y cayó de nuevo enervado, sin fuerzas
sobre la cama.
Taponamos con gasas las
carnes tajadas de sus brazos, que manaban a caño libre, y el galeno comenzó
acelerado su labor de costura. La carne del Mosqui crujía a cada embate de
aguja mientras desplegábamos las ruedas de la camilla. Acabado el trabajo,
salieron todos portando su cargamento humano.
Me quedé en medio de la
celda, aturdido. Solo entonces me di cuenta que todo el rato habíamos estado
pisando un gran charco de sangre, de una sangre espesa a medio coagular que se
agarraba y trepaba por mis zapatos despidiendo su olor dulzón.
Acabado mi turno de noche,
conduje desde la prisión a mi casa. Mientras recorría la carretera guiando el
coche con movimientos mecánicos y los primeros rayos de sol entraban limpiso
por el parabrisas, pensaba en el Mosqui, en su soledad terrible, en sus ojos
huecos de mirada perdida, en su carne sajada y en aquellas bocas carnosas
que formaban sus cortes, unas bocas desdentadas pero vociferantemente mudas en
un grito de desesperanza, en un clamor que llenaba su celda, que
atravesaba los barrotes de la ventana y que expandía sus ondas vibrantes y
atronadoras por todo el módulo, por toda la prisión, por todo mi ser.
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