lunes, 3 de octubre de 2016

SEGUNDO PREMIO: "MOSQUI" DE RAFAEL CODES FLORES

La oficina era apenas un pequeño cuarto con dos mesas y dos sillas de despacho y una cristalera en uno de sus laterales que daba al patio. Medrano, el jefe de módulo estaba apoltronado en una de las sillas. Frente a él, un periódico y un cafetito humeante en vaso de plástico. Su mirada parecía absorbida por el Marca y sus dedos recorrían la superficie rugosa del recipiente buscando el calor del café, como quien busca un calor humano.

—Anda, chaval, ¿por qué no te das una vuelta por dentro? —dijo en un leve movimiento de cabeza.

No tenía opción. A mis dieciocho años y siendo un miserable interino, estaba claro cuál de los dos funcionarios  que componíamos el turno se iba a comer el marrón de pasarse la mañana paseándose “por dentro”, es decir, por el módulo de la prisión que tendríamos a nuestro cargo durante aquellas ocho horas. Obediente, salí al corredor del módulo, sintiendo al  caminar el hedor de la prisión impregnarse en mi nariz. Porque las cárceles tienen su propio olor, extraña mezcla de lejía, humanidad, basura rancia y detergente barato. Mientras avanzaba,  esquivaba los corros que se apiñaban desordenadamente a ambos lados del pasillo. Los presos charlaban; hablaban de fútbol, de boxeo o de refundiciones de condena, sin dejar de hacerlo a mi paso, pero controlando mis movimientos por el rabillo del ojo: cuando se es el único funcionario entre ciento cincuenta reclusos, la sensación de estar perpetuamente observado por diez, cincuenta, cien ojos, es algo con lo que hay que aprender a convivir.

Llegué al patio. En ese momento un nuevo recluso salía también a él; el chico, un joven con gafitas y apariencia universitaria, miraba asustado. Se quedó por un momento de pie, desconociendo qué hacer, y al cabo se sentó solo en un rincón, sin que nadie se le acercase. Su cuerpo temblaba en pequeñas convulsiones: tenía un buen mono. En el lateral de la explanada unos cuantos presos paseaban a paso presidiario, en un rítmico y sincrónico ir y venir. En filas de a dos, a tres o a cuatro, al tiempo que charlaban, se dirigían a paso ligero hacia uno de los muros, para dar un giro brusco justo cuando el choque de toda la formación parecía inevitable. Comenzaba entonces de nuevo su rápido caminar hacia el muro opuesto. En el suelo aparecían figuras humanas sentadas, recostadas contra las paredes, inmóviles como animales que absorbieran los rayos de sol de la mañana. Un guardia civil aburrido observaba la escena desde su torreta lejana, cetme en bandolera. Me dirigí hacia el extremo opuesto del patio. Allí unos diez o doce presos  sentados formaban un corro. Se giraron todos de golpe y me miraron  con ojos culpables. “Deben de estar fumando porros” pensé para mí. “Si es que son como niños haciendo una trastada” concluí desde la superioridad que me daba el uniforme. Desvié entonces mis pasos. Quería evitar ver el cigarro trashumante de unos labios a otros, tener que quitárselo y verme obligado a dar parte, porque la droga, en su justa medida, es la espita por la que escapa la presión de la cárcel, una presión nacida de la angustia, el miedo, la ansiedad y la desesperanza de cientos de hombres, una presión que se concentra en el aire, como se condensa la niebla sobre una aldea de montaña, y lo acaba impregnando todo: aire, paredes, ropas, almas. Mientras caminaba en oblicuo, les miraba fijamente; comprendido mi mensaje, el círculo se deshizo.

—¿Qué, como lleva usted la mañana? —la voz del Mosqui me hizo recuperar mi visión cercana. El Mosqui era un chaval joven, con una melena lacia rubia partida en dos mitades que le tapaban los laterales de la cara. De entre el cabello sobresalía una nariz ganchuda y esta, unida a su cuello ligeramente inclinado hacia delante y a  su delgadez, le daban la apariencia de mosquito humano. Sus brazos colgones a ambos lados del cuerpo parecían ayudar a ello recreando unas alas y sus andares flotantes dibujaban el vuelo ondulante del insecto. No creo que hubiera nadie en la prisión que dudara de por qué al Mosqui le llamaban así.

—Bueno, tranquila por ahora —contesté insustancial—. Y esperemos que así siga. Y usted ¿Cómo lleva lo de su permiso? ¿Sabe algo ya?

Mi tono hacia él era amistoso, aunque siempre manteníamos el “usted” institucional entre presos y funcionarios. El Mosqui y yo charlábamos de vez en cuando y me contaba sus cosas: que si había pedido puesto para trabajar en el taller de la prisión, donde a cambio de montar arbolillos de navidad le pagarían algún dinero, que si tenía un hermano en Daroca —otra prisión que, según le contaba éste, era mucho más dura que la nuestra—, o que por fin había cumplido la cuarta parte de su condena y que ya podría solicitar un permiso de fin de semana. El Mosqui era un caco y de eso no se puede escapar: como todos los cacos, aceptaba que su tiempo en prisión era parte de su vida,  un entrar y salir cotidiano por el que ya pasó primero su padre, después su hermano, por fin, también él, pero el Mosqui tenía algo diferente al resto: su carácter era alegre y optimista y su mirada, franca. Sin embargo, sabía que se guardaba un secreto hacia mí: por otros presos conocíamos que estaba enamorado de una presa del módulo de mujeres, aunque nunca habláramos de ello.

—Este viernes pasa por Junta de Tratamiento, a ver si hay suerte y me conceden el permiso —contestó sonriente—. Tengo esperanza, porque no me han puesto ningún parte desde que entré…—el Mosqui miró al cielo  —un  trozo de cielo limpio y lleno de luz— y tragó saliva. Sin bajar la vista me habló con una expresión grave, ajena a él:

—¿Sabe? Este cielo es lo único que he visto en dos años que no es talego.
Traté de animarle, pero aunque mi actitud  era afectuosa, mientras hablaba con él hacía miradas furtivas al patio que me rodeaba: nunca perdí de vista que era un preso y yo un funcionario —carcelero es una expresión demasiado sombría—, y que, en realidad,  podía estar dándome charla deliberadamente para distraer mi atención.

Cuando al fin nos despedimos —“Que tenga buen servicio, don Rafael”—, mi ronda continuó por la sala de juegos. Un televisor elevado sobre una peana transmitía una carrera de motos frente a un grupo de reclusos arremolinados en sillas; los hombres vociferaban e insultaban al rival del español. Otros reclusos jugaban calladamente al dominó. Como era habitual, mi paso dejaba un reguero de miradas, despectivas algunas, indiferentes las más. Al salir del salón pasé junto a una papelera; medio escondida entre vasos de plástico usados y servilletas arrugadas adiviné una chuta: alguien había preferido perderlo a ser descubierto con ella en alguno de los cacheos que hacíamos de tanto en tanto. La cogí con extremo cuidado, envolviéndola en papel. El objeto era en sí mismo una obra de arte: una jeringuilla moldeada a fuego de mechero a partir del canuto de un boli BIC, con su émbolo y su punta fundida en una aguja hipodérmica. Dentro, los restos de su último uso. Con aquel tubillo preñado de coágulos en mi mano giré hacia el pasillo de vuelta hacia la oficina, ahora casi desierto. Por fin acababa mi turno y yo —yo sí— sería libre.

La mañana siguiente comenzó rutinaria. Los presos, puestos en fila frente a la ventana del office, esperaban su desayuno. La fila era larga y la ventana no se abría. Los internos encargados del reparto se retrasaban, como casi cada día. Por fin hubo un chirrido y tras la madera aparecieron cuatro presos, dos frente a un enorme cesto de galletas y otros dos armados  con cucharones frente a una olla industrial, humeante de café con leche. Abierta la ventana,  la masa de reclusos estalló en las quejas de siempre: “¡No hay derecho!”, “¡Que nos queréis matar de hambre, cabrones!”. Los encargados de cocina pidieron calma y comenzaron el reparto. Uno a uno, paquete de galletas y vaso en mano, los presos abandonaban la fila buscadores de una silla en las mesas corridas del comedor. No faltaría quien rezongase su descontento —“menuda mierda, esto no es comida para un hombre”—. Al pasar por mi lado el preso me miraría de reojo, sabedor de que por fuerza le habría oído.  El hombre —quien fuera aquel día— continuaría lento su camino, dejaría su café en el hueco de mesa que hubiera libre, se sentaría  y —justo antes de empezar a desayunar— me miraría con unos ojos llenos de rabia. No me altería. Sabía que no me miraba a mí, miraba a mi uniforme.

Terminado el desayuno, los presos comenzaron a repartirse por el módulo. Me obligué a salir al patio  y caminé hasta el centro de la explanada. Miré a mi alrededor, encontrándome una escena cotidiana. La masa de cacos  se desperdigaba nutrida de delgadeces cubiertas de tatuajes, chándals, camisetas sin mangas y cabellos apurados en las sienes, compensados con melenas generosas en la parte posterior de la cabeza. Se  movían delante de mí, a mis costados, a mi espalda. Entre ese enjambre humano que formaban los cacos eran reconocibles otras especies carcelarias, más minoritarias,  pero de personalidad interesante: falsificadores de guante blanco que paseaban el patio vestidos con corbata y americana azul marino cruzada como Gutiérrez,  vendedores de droga inteligentes como Varela, un tipo sano y deportista  que traficaba pero no consumía, atracadores de bancos con aspecto de Papa Noel como Casabán, que viéndose rodeado en la sucursal  por la guardia civil pidió que dejasen pasar a un cura para confesar su arrepentimiento por haber herido a un agente en el tiroteo previo o, por fin, homicidas —que no asesinos—como Gabarri, un hombre con fisonomía de gnomo que arrojó a su mujer y a su suegra —ignoro en qué orden— por el balcón de un primer piso, con el resultado imprevisible de que ambas fallecieron en el acto.

Otros habitantes del patio eran simplemente inclasificables, como el cajonero, que estaba a mitad camino entre asaltador de bancos y asesino psicópata —levaba ya siete muertos a sus  espaldas, cuatro de ellos de compañeros de banda con los que no llegó a un acuerdo en el reparto del botín—, o como Donald King, jamaicano de un negro petróleo, joven y fuerte guerrero mandinga convertido en presidiario, que era el único extranjero del módulo en aquellos años. En fin, existían, porque también los hay, cacos dotados de una inteligencia natural y de una sensatez apabullante. Tuve ocasión de conocer a uno de ellos: Quevedo. Cumplía condena por dar muerte al policía municipal que le sorprendió descerrajando la persiana metálica de un comercio. Estaba en la treintena; y, como los de su clase, era cenceño y de facciones angulosas, pero su mirada era firme, con la hondura propia de los hombres serenos.

Mi paseo transcurría con aburrida continuidad, en secuencias mil veces repetidas. En el patio, el aire era agradable y, por un instante, cerré los ojos dejando que el calor tibio del sol me llevase lejos, mucho más allá de aquellos muros, de aquellos hombres. La mañana, pese a su paso lento,  fue avanzando y, considerándome al fin merecedor de una pausa, caminé hacia la oficina buscando de un poco de silla mullida. A mitad de mi trayecto, un zumbido me hizo mirar al cielo. Algo que parecía un  escarabajo blanco volador había surgido de detrás del muro que daba al módulo de mujeres y, en su trayectoria descendente, era claro acabaría en nuestro patio. El impacto sonó seco: ¡plack!. Comenzó a rodar por el suelo y luego se detuvo. De pronto, el patio quedó en silencio. Como movidos por un mecanismo, ocho o diez presos comenzaron a caminar en paso lento y disimulado hacia el meteorito caído. Parecían atraídos por una fuerza magnética cuyo polo fuera el objeto recién llegado, sabedores de que obraban mal pero incapaces de resistirse. Sus miradas furtivas me dijeron que tenía que actuar. Mi voz —“¡No lo toquen!”—- no hizo que se detuvieran en su camino, pero sí que se limitaran a formar un círculo entorno al extraño cuerpo. Llegué con paso firme, el corro se abrió y dejó al descubierto un pequeño papel de forma cilíndrica. Era una pila. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. Me habían advertido de que había que intervenirlas porque los reclusos utilizaban pilas envueltas en papel para embutirlas de droga y lanzarlas por encima de los muros que separaban los módulos, en una especie de trapicheo aéreo. Otras veces, no contenían más que mensajes.

La deslié. Esta vez era un mensaje, un mensaje de amor. Leí aquella nota breve, escrita en letra infantil y sembrada de faltas de ortografía pero intensa y febril, terminada con dos palabras que eran casi un susurro: “Te camelo”. Una corriente recorrió mi espinazo. Me sentía violando algo íntimo y sabía lo importante que aquello era para su destinatario: cuando se está en prisión, oír aquellas palabras llenas de sentimiento era arrancarse talego de las entrañas. Mi deber, por el contrario, era retener la misiva, aunque no fuera más que una nota inocente. Algo hacía aún más difícil la situación para mí: aquella carta iba dirigida al Mosqui. Hubiera querido entregarla sin más a su destinatario pero en ese momento ciento cincuenta presos tenían sus ojos clavados en el papel que tenía en mis manos: no podía dársela. Caminé hasta la oficina entre un silencio espeso. Notaba como no un hombre ni dos, el patio todo me seguía con la mirada.

—¡Bah, una notita de amor! —Medrano, el jefe de módulo, sentenció mientras la dejaba caer sobre su mesa de despacho—. No le hagas ni caso —el hombre desplegó entre sus manos el Marca, en su enésimo repaso del día—. ¿Has visto de lo de Michel y Valderrama? ¡Al final va a resultar que Michel es maricón!—. Los ojos se le achinaron y una risilla de ratón agitó su barriga en pequeñas sacudidas.

—¡Tock, tock, tock!— Un figura humana golpeaba con los nudillos la puerta de cristalera que daba al patio. Era el cajonero:

—¡Pero hombre, don Manuel, que es una carta de amor! ¡Que somos personas humanas, que no somos perros! —. El hombre gesticulaba lastimero.

El Marca quedó paralizado mostrando una enorme foto de Butragueño, que desde la mesa sonreía como un niño coronado de ondas rubias. Medrano miró al preso con gesto agrio, en silencio. El cajonero volvió a la carga:

—Don Manuel, que es para el Mosqui. ¡Mírelo, hombre, mírelo!— Tras él, sentado al fondo del patio y rodeado de internos, el Mosqui miraba hacia la oficina. Sus ojos eran suplicantes, como los de un animal apaleado; al mismo tiempo, su orgullo le impedía ser él mismo quien reclamase la nota.

—Tome—. Medrano se había levantado y le tendía el trozo de papel arrugado al preso. El cajonero no dijo nada; miró a los ojos al funcionario, cogió la nota, dio media vuelta y marchó en dirección al Mosqui. Los presos, que habían quedado  inmóviles esperando el desenlace, cobraron vida al unísono y todo el módulo recuperó su rutina, eternamente repetida. Medrano permaneció de pie, mirando por el ventanal. “Era mejor  dárselo, un marrón menos” dijo en un murmullo, no sé si justificándose ante mí o ante sí mismo. Me senté y ojee el Marca atrasado, sobado de tantas manos.

—Tenga usted, don Rafael. Su pincho de tortilla calentito—. Pruñonosa acababa de dejar sobre mi mesa de oficina un plato de loza blanco. Sobre él humeaba una ración de tortilla con cebolla; a su lado, dos trozos de pan. Eran los quince minutos de paz del día.

—Gracias, Manolo. Si no fuera por tus tortillas…—contesté mientras mi estómago comenzaba a reclamar la presa cobrada. Él asintió con la cabeza sonriendo levemente, en un gesto casi servil. Pruñonosa era preso de confianza y tenía a su cargo la cafetería de funcionarios. Su labor consistía en ir por los módulos repartiendo aquello que con antelación los trabajadores le habíamos pedido: cafés, bollos, bebidas, pinchos.  Era un hombre en la treintena, espigado en sus perpetuas camisas a cuadros, de pelo negro y hablar nervioso. Sus maneras hacia los funcionarios eran de una amabilidad excesiva, hasta el punto de resultar en ocasiones untuoso. Su error, haber tenido una relación con una mujer de marido perspicaz. Descubiertos, en un segundo hubo de elegir entre su vida y la del burlado. Su gravísimo error, no entregarse e intentar quemar el cadáver en el monte; el humo atrajo de inmediato a la Guardia Civil, dispuesta a multarlo por hacer fuego en lugar prohibido.

—¿Cómo va, Manolo? ¿Mucho trasiego? —quise interesarme por él.

—Ya ve, don Rafael, toda la mañana recorriendo el pasillo con mi carrito, arriba y abajo. Pero no me quejo, don Rafael, es un buen destino…— Su voz sonaba acelerada, como de costumbre. Era fácil percibir en él a un hombre tímido, de los que les cuesta mirar a los ojos, y saber que su estancia en prisión le estaba suponiendo una gran tortura interior.
Una vez descansado debía volver dentro de nuevo, si no quería que Medrano comenzara a dirigirme miradas acusatorias. Salí al pasillo del módulo. Allí tres presos venían en dirección contraria a la mía. Reían y andaban veloces, persiguiendo un punto que corría delante de ellos. En su tez oscura, su complexión fuerte y sus rizos negros reconocí entre ellos la figura de Heredia, un muchacho  —casi un niño— que era el único  gitano del módulo.

—¡Mira, mira como corre! —dijo el más grande de los otros dos presos—.¡Está acojonao!— sentenció burlón.

¡Venga, que z’escapa!— apremió Heredia.

Un pequeño ratón de pelaje marrón corría a toda velocidad por el pasillo diáfano. Sus zigs-zags desesperados resultaban inútiles ante el avance del grupo perseguidor, que le iba recortando distancia. A punto de alcanzarlo, la comitiva llegó a mi altura. El animal corrió hacia mí; en un instinto protector levanté la punta de mi zapato. Como había previsto fugazmente, el ratoncito se refugió en el hueco que quedó formado entre mi suela y el suelo. Entonces me di cuenta: a escasos metros, tres internos me miraban expectantes. “La he pringado” pensé para mi. ¿qué podía hacer? Me había metido yo solo en un callejón sin salida. No podía quedar como un sensiblero, en veinte minutos el módulo entero estaría riéndose de mí. Dejé caer mi zapato. Sentí una nuez crujiendo bajo mi suela. Los tres internos estaban ahora silenciosos, esperando que levantara mi zapato. Lo hice; a mis pies el ratoncito se retorcía en estertores agónicos.

¡Párese una cola de lagartijha! —exclamó Heredia—. L’a dejao usté zeco, don Rafaé.
El animal continuó durante un minuto con su danza macabra. Cuando comenzó a sangrar por la boca, se detuvo, exhausto.

El fin de semana la prisión parecía despoblarse, mostrando la ausencia que dejaban los presos que salían de permiso. Llegado el lunes, sabíamos que el día sería igualmente tranquilo; la tarde anterior muchos internos habían regresado de su licencia y eso quería decir que, pese a los controles, habría entrado nueva droga en el módulo. Medrano, aquejado de la pereza del inicio de semana, me habló con tono cansado:

—Chaval, cuando acabes con el desayuno en el comedor, cógete a uno de cocina y súbeloeel desayuno a Pruñonosa, que está refugiado.

 ¿Refugiado? Los refugiados eran los presos que se negaban a salir de su celda por haber recibido alguna amenaza de otro preso. Algo grave le tenía que haber pasado a Pruñonosa. Esperé con ansiedad a acabar el reparto general y subí a los pasillos de celdas. A mi lado, un interno cargaba una bandeja metálica, recipiente de un café y un paquete de galletas. Pruñonosa estaba de pie en el centro de la celda. Su rostro parecía desencajado, los ojos, hundidos en sus órbitas, habían empequeñecido, y sus movimientos eran ahora lentos y temblones. Era claro que aquel hombre no había dormido.

—Manolo, ¿qué ha pasado? —inquirí.

—¿Qué quiere que le diga, don Rafael? Son cosas que pasan aquí dentro.

—Pero dígame, Manolo, hágame el favor —insistí.

Pruñonosa dudó, pero comenzó a hablarme con voz hundida:

—Me dijeron que al volver del permiso tenía que traer cincuenta rulas. Y que como no las trajera, que anduviera con cuidado, que hay muchas esquinas en el módulo.

—Y no las has traído— dije mientras comprendía que afirmaba lo que era obvio. Sin darme cuenta le había apeado el usted.

—No quería perder los permisos, don Rafael. Si me cogen ustedes con cincuenta rulas, me regresan de grado y no salgo más en tres años.

Me indigné. Pruñonosa era un buen hombre y le estaban extorsionando.

—Dígame quien ha sido, y no se preocupe, que no le va a pasar nada. Le doy mi palabra.

—Usted no sabe cómo va esto. Puedo decir hasta donde he contado, pero si digo quien ha sido, estoy muerto. Es la ley del talego —dijo con resignación.

—Pero algún día tendrá que salir usted ¡No puede estar encerrado en su celda para siempre!

— ¡Buf! Échele usted unas dos semanas aquí. Luego saldré, me cogerán entre cuatro, me darán una paliza y solucionado. Si los funcionarios me preguntan, diré que me he caído por la escalera. Ya ve usted, don Rafael, así son las cosas. Y deme el desayuno de una vez, que estoy hablando más de la cuenta.

Bebió a sorbos el café, rechazó las galletas y lo dejé de nuevo solitario en su celda.
Aquel día era el último de mi turno y tres días después me reincorporaría a mi trabajo. Al regresar, el patio me esperaba con su ritmo monótono. Busqué al  Mosqui entre los grupos que poblaban el patio; pensé que ya debería de saber si le habían concedido su primer permiso y quería felicitarlo. Lo encontré sentado en una esquina, solo. Fui hacia él y le pregunté. No me contestó.
—¡Mosqui!— le reclamé. Alzó la cabeza al fin, aturdido. Me miró sin verme. Vi sus ojos, eran como ventanas de una casa deshabitada: en aquel momento, tras las órbitas de aquel hombre, no había nadie.

—No se esfuerce, don Rafael. No se lo han dado —El cajonero me sacó de mi confusión—. ¡Y no vea como se ha puesto, aprovechando que es lunes y hay “cargamento”¡ —dijo el atracador sin detenerse en su paseo.

Me alejé del Mosqui,  guiñapo humano recostado contra un muro. Pensé que nada podía hacer por él en ese momento.

La jornada siguiente no trabajé: un compañero me había pedido un cambio de turno, que aproveché para repasar los exámenes que se acercaban. Tras la libranza, vi de nuevo el amanecer conduciendo hacia la prisión.

—¡Lo que te perdiste ayer! —dijo Medrano nada más verme—. ¡La que le metimos al Donald¡ Llegó la hora de chaparlos y el negro ese, que ya andaba rebotado por no sé qué, no quería entrar en el chabolo. Me dije “te vas a enterar” y llamé a dirección —su risilla de ratón hizo aparición—. Vino el jefe de servicios con el Franki, el Porki, Hernandez y tres compañeros más. Como los demás presos estaban ya chapados, tuvimos tranquilidad y no veas la que le metimos. Entre cuatro lo tiramos al suelo, lo esposamos, lo metimos en su chabolo y a partir de ahí ¡barra libre! Como la celda es pequeña, hacíamos cola, íbamos pasando por turno y ¡pim!, ¡pam! ¡pum! Luego, ¡hala, que pase el siguiente! —la particular risilla de Medrano dejó paso a una carcajada que sonó hueca— Y no veas como gritaba el negro “¡Querer a mí matar! ¡Querer a mí matar!” Con su imitación burlona de la voz suplicante del apaleado Medrano acabó al fin su discurso, lo que agradecí íntimamente. No sabía qué responder. No podía decir que me parecía una barbaridad lo que habían hecho. No podía decir que me parecía una cobardía. Que habían descargado toda la tensión del trabajo sobre el más débil de los presos, sabedores de que no contaba con nadie allí y de que aquello no generaría problemas con los demás internos.

El timbre de la puerta me salvó de contestar. La sonrisa de Clara brillaba al otro lado de la cancela. Era alta, de melena morena por media espalda y una piel clara que a la altura de la nariz  rompía en pequeñas pecas, dándole un aspecto de niña traviesa.

—Hola, Rafa. Vengo a por mis “niños” —dijo reclamando al grupo de internos que llevaría a los talleres. Clara pertenecía a una raza diferente, más amable que la nuestra: mientras a los funcionarios nos correspondía la vigilancia y la represión, educadoras, psicólogas y criminólogas —eran casi siempre mujeres— constituían una especie de corte celestial que los presos adoraban. Su cometido era conseguir la rehabilitación de aquellos hombres, dándoles la orientación y la formación —quizá también el cariño— que les había sido negado fuera.  

La jornada subsiguiente no acudiría durante el día, pero por el contrario debía de cubrir el  turno de noche. Trabajar de noche era más descansado que de mañana, sencillamente porque no había contacto con la población reclusa. El asunto se limitaba a realizar tres recuentos, el de entrada, el de salida y el de las tres de la madrugada, todos ellos con los presos cerrados en sus celdas. El resto era estar en la oficina, con la única obligación de dejar pasar el tiempo.

 Cuando llegué al módulo ya era noche cerrada y el compañero al que debía relevar me esperaba ansioso en la oficina. En cuanto le firmase el parte del recuento, que debía ir rubricado por los dos, saldría disparado de allí.

—Ya te los he dejado chapados, así que cuando quieras…—me azuzó sibilinamente.
Cogí las llaves y me encaminé hacia las escaleras. Me esperaban tres plantas de celdas a ambos lados. El módulo, ahora desierto, se mostraba en toda su desnudez; vasos de plástico desbordando el cubo de basura, papeles por los rincones, el suelo pegajoso por los cafés que se derramaron, y el frío, que ahora parecía haber descubierto rendijas imposibles. Impregnándolo todo, el olor,  el eterno olor a prisión.

Los pasillos de celdas parecían casi infinitos, con sus tenues lucecillas iluminando tímidas y sus hileras de verdes puertas metálicas perfectamente alineadas. En cada puerta, una mirilla enrejada. El sonido del recuento creaba en el corredor una cadencia rítmica: cuatro pasos isócronos —pam—pam—pam—pam— seguidos de un silencio breve: los segundos que el funcionario tardaba en verificar a través de la mirilla la presencia del correspondiente preso. Luego, vuelta a empezar; otra puerta, otro pasillo. En cada mirilla, cuidado. Una aguja puesta de punta en la cuadrícula podía desgarrarte el globo ocular.

—Están todos —dije firmando el parte —. Los ciento cincuenta y cuatro.

Mi compañero cogió rápido el pequeño papel, que ondeó en el trayecto hasta el bolsillo de su chaqueta. Mientras cogía el abrigo, comentó:

—Tú eres amiguete del Mosqui, ¿verdad?

La pregunta me dejó sorprendido, pero asentí con la cabeza.

—Pues ha tenido hoy mal día —continuó—.Me he enterado de que le ha dejado la novieta esa que tenía en el módulo de mujeres, parece que la pájara se ha liado ahora con un pez gordo, un traficante del módulo dos. Con las mujeres ya se sabe, baza mayor quita baza menor…—hizo  una mueca cómplice mientras se abotonaba la prenda— En fin, ¡que te sea leve!

Cerré la cancela tras él y me senté en la oficina, pensativo. El Mosqui debía estar pasando un mal momento; hacía pocos días le habían denegado el permiso y ahora se le venía encima esto. No hacía falta ser especialmente sensible para darse cuenta: aquello era mucha presión para cualquiera que estuviera allí dentro. Dudé si ir a hablar con él en ese momento o esperar los cuatro días que tardaría en volver a trabajar, una vez acabara mi turno. Al fin, me decidí a subir nada más acabara mi ronda por el módulo.

Veinte minutos después estaba frente a su celda. Miré por la mirilla: el Mosqui estaba tumbado en la cama pero aún en la penumbra pude ver sus ojos abiertos; todavía no se había dormido. El estruendo de la cerradura girando no pareció inmutarlo, ausente. Entreabrí la puerta y entré en la celda, cerrando la puerta de nuevo; lo que tenía que decir no quería compartirlo con los demás presos.

Me acerqué a la cama sin encender la luz, con pasos lentos:

—Mosqui, quería hablar contigo…

No respondía, tampoco vi que moviera músculo alguno. La depresión se había apoderado de él y en la semioscuridad aparecía ausente, sin voluntad, como un madero que arrastra la corriente.

Di la luz. Sus párpados no se inmutaron y quedaron fijos, tan fijos como su mirada. Su cuerpo alargado descansaba sobre la cama, exánime. Junto a él, una cuchilla de afeitar manchada. En cada antebrazo, tres cortes verticales le abrían las venas.

Corrí. Las piernas me parecían ajenas, como si hubieran cobrado vida, y las sienes me latían desbocadas. A mis ojos, las escaleras formaban ahora un túnel de contornos oscuros que parecía no tener final.

—¡Llamo del módulo siete! ¡El Mosqui se ha chinado! ¡El Mosqui se ha chinado!
Subimos en tropel. Al notar que le varias manos le tocaban, el Mosqui comenzó a agitarse y a  bramar como un animal agonizante. “Sujetadlo los brazos”. El médico de la prisión hundió una aguja en su brazo nervudo, duro y seco de heroína. Al momento, el quejido del Mosqui comenzó a apagarse y cayó de nuevo enervado, sin fuerzas sobre la cama.

Taponamos con gasas las carnes tajadas de sus brazos, que manaban a caño libre, y el galeno comenzó acelerado su labor de costura. La carne del Mosqui crujía a cada embate de aguja mientras desplegábamos las ruedas de la camilla. Acabado el trabajo, salieron todos portando su cargamento humano.

 Me quedé en medio de la celda, aturdido. Solo entonces me di cuenta que todo el rato habíamos estado pisando un gran charco de sangre, de una sangre espesa a medio coagular que se agarraba y trepaba por mis zapatos despidiendo su olor dulzón.


Acabado mi turno de noche, conduje desde la prisión a mi casa. Mientras recorría la carretera guiando el coche con movimientos mecánicos y los primeros rayos de sol entraban limpiso por el parabrisas, pensaba en el Mosqui, en su soledad terrible, en sus ojos huecos de mirada perdida, en  su carne sajada y en aquellas bocas carnosas que formaban sus cortes, unas bocas desdentadas pero vociferantemente mudas en un grito de desesperanza,  en un clamor que llenaba su celda, que atravesaba los barrotes de la ventana y que expandía sus ondas vibrantes y atronadoras por todo el módulo, por toda la prisión, por todo mi ser.

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